Columna


Entre la nostalgia y la añoranza

NADIA CELIS SALGADO

29 de junio de 2011 12:00 AM

NADIA CELIS SALGADO

29 de junio de 2011 12:00 AM

Preparando mi próxima partida, se ha anticipado mi nostalgia por lo que no encontraré a mi regreso. Cartagena será, es, todos los días, una ciudad distinta.

Por ejemplo, ya no estarán los vendedores ni los comederos de la Plazoleta de la Olímpica. Al parecer, no es posible limpiar y embellecer el área dignificando su trabajo y manteniéndolos allí.
El Plan de Ordenamiento Territorial vigente sugiere otra cosa. Entre sus objetivos están: “fortalecer la identidad y la integración cultural de la población cartagenera…;a través del estímulo al reconocimiento propio de su entorno físico, para conseguir que acceda a la identificación de los potenciales productivos que le garanticen una calidad de vida acorde con sus costumbres y con la sostenibilidad de su entorno”. También habla de “crear espacios para el desarrollo de proyectos colectivos, que faciliten la cohesión de la ciudadanía en general” y de “recuperar y mantener el desarrollo de la memoria colectiva histórica y cultural del Distrito”.
A pesar del discurso, decenas de empresas familiares y cientos de ciudadanos que acostumbran alimentarse de su carne, fruta y platos baratos—memoria gastronómica que integra en torno al sabor a las y los cartageneros—no pueden clamar su derecho al espacio público. A saber, el espacio destinado a “la satisfacción de necesidades urbanas colectivas que trascienden los límites de los intereses individuales de los habitantes.” ¿Es que son más públicos los intereses de los costosos restaurantes de las plazas de Santo Domingo o San Diego?
¿Es realmente inclusivo un proyecto de ciudad que sigue sacando a la clase trabajadora del Centro?
Las acciones de la industria hotelera y la de finca raíz son, en cambio, coherentes, rápidas y contundentes, como suelen ser los proyectos guiados por la consideración exclusiva del lucro.
Angustia pensar cuánto durará el ya delicado balance entre los mochileros y los residentes ante los planes de los súper hoteles en Getsemaní. Y qué decir de los pescadores artesanales de Crespo, ya huérfanos de playa, o los de la Boquilla. ¿Qué identidad le quedará a la ciudad sin el estandarte de su resistencia histórica que es Getsemaní? ¿O sin las tardes de chinchorro, mojarra y picó bajo los kioscos de la Boquilla?
¿La de la ciudad colonial? Ningún ciudadano debería identificarse con esa época codiciosa, esclavista y asesina que nos heredó su falta de escrúpulos y sus jerarquías. ¿O la de la postal? con sus playas mentirosamente azules, sus plazas y calles exclusivas para cocheros y visitantes, sus modernos y uniformes edificios de playa. Esa no es mi ciudad. Ni la de muchos cartageneros con quienes comparto  mi indignación. Tampoco es esa la ciudad que aprecia el turista de este siglo, urgido de experiencias “reales”, y consciente de que para ver otro Miami, mejor se va a Miami.
Otra cosa sería si a mi regreso encontrara revertidas las ganancias de esa fantasía en toda Cartagena, si fueran sus barrios los protagonistas de una ciudad próspera, con viviendas, vías y transporte, condiciones de salubridad y seguridad, en pleno uso de sus escuelas y bibliotecas, con teatros y sus respectivos eventos culturales.
Esa ha sido siempre la ciudad de mi añoranza. Pero ni eso aliviaría la pérdida de nuestra memoria y territorio. Ni la de la ancestral cultura del mar, para todos los nativos.

*Profesora e investigadora

nadia.celis@gmail.com

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