Los pocos que aquí hacen narrativa, poesías, crónicas o ensayos conocen las dificultades que implican la edición y comercialización de un texto. Para empezar, la financiación casi siempre la asume el autor. Luego, a pesar de haberse recaudado los fondos, realizarse la impresión y ofrecerse un coctel para poner en conocimiento del público la culminación del esfuerzo, el libro no lo encontraremos en las vitrinas de las librerías, ni en los estantes de las bibliotecas públicas.
Esas ausencias nos hacen pensar que el autor se precipitó en publicar sin dominar las técnicas o sin contar con un promotor que hubiera tenido la habilidad para interesar a los editores de vanguardia, ni a los críticos, a quienes les hemos conferido el don de construir prestigios, pues, aunque no escriben ficción y a veces algún ensayo, sí detectan la solidez de la armazón, la consistencia del lenguaje y el acierto del autor en la escogencia del género para presentar su trama.
Tal vez por esas carencias, quienes acometen la empresa de escribir se atribuyen la condición de escritores y se sienten autorizados para acudir a los editores de la localidad y solicitarles un tiraje de mil ejemplares, de los que apenas se venderán, al finalizar el acto de lanzamiento, unos cuantos, que serán leídos por menos de la mitad de los adquirentes, atendiendo a que, más que por la necesidad de abordar una obra, ellos compran porque sienten la obligación de solidarizarse con el amigo que les extendió la invitación, de quien, a pesar del texto que manosean y de las virtudes que sobre él destacó el prologuista, dudan de su condición de escritor.
La desconfianza surge porque los intelectuales todavía nos suscitan reparos, entre otras razones por considerar que realizar actividades no ajustadas a un horario convencional impide medir el valor de sus trabajos. De ahí que consideremos que, salvo para quienes se hubieren consagrado, producir libros no es un oficio que dignifique y menos que permita proveernos de los recursos para atender la subsistencia de la familia.
Además, algunos de quienes escriben se empeñan en ignorar no sólo que escribir es un oficio que requiere de aislamiento, tiempo y constancia para una vez descubierta una temática proceder a la escogencia y aplicación de las técnicas y efectos que se requieren para proyectarla; sino que la edición de un texto implica privaciones, incomprensiones, frustraciones y erogaciones que en ocasiones no están a disposición del autor y cuya recuperación se prevé incierta desde el instante en que se desembolsa el anticipo, permitiendo el afianzamiento de la convicción que aquí los escritores de verdad se cuentan con los dedos de las manos.
No obstante a menudo lleguen tarjetas que invitan a conocer un nuevo libro cuya edición fue financiada por el Estado y cuyo autor, aparte de carecer de fortuna, nunca había incursionado en estas lides. Se les conocía en los ajetreos de sus rutinas de ventas y durante el fin de semana se le veía sentarse alrededor de una mesa de dominó.
Es inevitable preguntar cuál es el criterio que se utiliza para escoger los libros y por qué quienes de verdad han ejercido el oficio de escritores no logran el patrocinio del Fondo Mixto de Cultura.
¿Será qué seguimos apostando por la cantidad en desmedro de la calidad?
*Abogado y profesor universitario
noelatierra@hotmail.com
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