Fabio Morón Díaz adelantó sus estudios de derecho en pleno imperio del estado de sitio, nombre que le adjudicaron a la generación de la que hizo parte con figuras como Diego Uribe Vargas, Héctor Charry Samper, Fabio Lozano Simonelli Jaime Vidal Perdomo y Crispín Villazón de Armas. Fueron días duros para un grupo de jóvenes que querían participar en la política con reglas distintas de las que dos gobiernos minoritarios impusieron –frase de uno de sus ministros– a sangre y fuego.
Sin embargo, no fue del todo adverso el destino de aquellas cifras juveniles que aspiraban a consolidar un patrimonio político e ideológico heredado de la Revolución en Marcha y custodiado por un Partido Liberal intacto, a despecho de las depredaciones. En efecto, la salida de todos ellos de las aulas coincidió con la caída de Rojas Pinilla y la instauración del Frente Nacional, gracias al cual pudieron iniciar una carrera política en otro ambiente saneado de represiones y persecuciones.
Bajo el alero protector de Domingo López Escauriaza, Morón se lanzó al ruedo político en busca de una diputación que le sirvió de plataforma para aspirar, cuatro años más tarde, a la Cámara de Representantes, donde se opuso, en dos debates encendidos, a la creación del hoy Departamento de Sucre. No lo convenció el argumento de que la nueva entidad territorial nacía con los municipios que menos renta producían y más gastos causaban. Prefería un Bolívar sin nuevas amputaciones, después de la de Córdoba.
Pero los imponderables son superiores a los planes individuales. La estrella política dejó de alumbrarle y la cátedra, en cambio, lo maduró como profesor de Derecho Constitucional y Derecho Administrativo. Ese trayecto de dedicación exclusiva a las labores académicas –con el Decanato de la Facultad de Derecho incluido– le abrió el camino a la magistratura de la Corte Suprema de Justicia, por cierto que en una coyuntura amarga porque todavía caldeaban el medio judicial las llamas del Palacio de Justicia.
El viraje en la carrera de Morón no alteró al hombre de convicciones, pues si algo le facilitaba la recreación de las ideas sobre los problemas del Estado era la defensa judicial de la Constitución, estudiando y resolviendo los casos en que se violan, legislando, los principios superiores del régimen jurídico y político de la Nación; o expidiendo los decretos legislativos propios de los estados de excepción y los que el Presidente de la República dicta, con fuerza de ley, en ejercicio de facultades extraordinarias conferidas por el Congreso.
Conversando una vez con Fabio sobre su salto a las Cortes, me confesó que se sintió mejor de magistrado que de político. Es que el juez constitucional descubre, a través de la interpretación de los textos, la responsabilidad que asume cuando reposa sobre su escritorio la misión que preserva o estropea, según el caso, la voluntad popular. Dicho de otra manera, adquiere la conciencia de que la discrecionalidad judicial no puede utilizarse para revertir caprichosamente la intención del legislador, so pena de convertirse en un estorbo contramayoritario de la soberanía con que se cuece la regla de derecho.
En 15 años –6 en una Corte y 9 en la otra– no lo tentaron nunca los avances hacia la cultura del dinero.
*Columnista
carvibus@yahoo.es
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