Contra el arrebato ilusorio por el premio mayor del Baloto, hay una tesis que han divulgado los ricos del planeta que destaca la felicidad de los pobres. Quienes andan escasos de recursos piensan lo contrario, no comen del cuento.Adam Smith creía que la vanidad era motor de la actividad económica. Según él, los hombres han trabajado para comprar cosas que les dieran prestigio entre sus pares. Esa imagen frente al resto del mundo se ha convertido, hoy por hoy, en una máquina de hedonismo y “fartedad”.
El vehículo para movilizarnos es un símbolo de poder. Los autos de “alta gama” así lo consagran. Son pretexto para distinguirse de los demás. En las épocas más duras de inseguridad, los poderosos escogían entre tener naves blindadas con una legión de guardaespaldas, o intentar pasar desapercibidos en un vehículo proletario.
Ahora esos autos se han convertido en imán de desgracias y problemas. Los malandros tienen identificadas sus presas. Quienes tienen un orgasmo cada vez que conducen su esplendorosa nave, corren el riesgo de ser agredidos en un semáforo. Además si llegan a tomarse un “drink” van a llevar más reja que un león de circo.
Poseer un vehículo tiene además otros perendengues: cuando se entrega el usado como parte del pago a la agencia vendedora, se firma en blanco un traspaso que solo se llena a voluntad de un anónimo comprador, que sigue usando el carro comprado en segundazo, y la responsabilidad de cualquier vaina recae en quien de buena fe cambió el suyo por uno nuevo de último modelo. Comenzó un viacrucis.
Las diferencias entre un magnate y alguien de menos ingresos tampoco tienen que ver con la nevera. Muchas veces es lo contrario. Los poderosos son, por lo general, adictos al agua, viven a dieta. Un refrigerador de Canapote suele estar mejor surtido que algunos nevecones de la rutilante Bocagrande.
Otra diferencia que la vanidad consagra es la de viajar y conocer el planeta. Recordamos la burla de José Raquel Mercado, cuando nos contaba que antes iba a Bruselas en chiva, y después lo hacía en Lufthansa.
Las gentes sueñan con viajar, conocer y disfrutar de otras regiones y países. Esa inclinación es la causante de un negocio tan grande y lucrativo como el turismo. Algunos asimilan viajar a dejar todos los problemas en casa. Otros son más exagerados y pretenden dejar la conducta y la moral.
El encanto de viajar conlleva, así mismo, el deseo perverso de destacarse en la comunidad y es factor de orgullo pensarse superior a los amigos y vecinos que no lo hicieron.
En la edad de piedra salir de la aldea implicaba riesgos. Los viajeros llevaban un garrote para agenciarse hospedaje, comida, mujeres y esparcimiento. Hoy ese garrote viene en forma de cheques o un trocito de plástico. Son menos intimidantes pero superiores en eficacia.
El hombre que gasta el billete, al regresar, no cuenta los inconvenientes, y abusos. El avión que se atrasa, la confusión de fechas o tipo de habitación; cambios intempestivos en precios y condiciones. Cuando protesta le recuerdan su condición de aldeano pretencioso que no comprende las peripecias de los servicios turísticos.
Además existen los museos que son el martirio de la gran mayoría de turistas.
*Abogado, Ex Gobernador de Bolívar y Ex parlamentario.
augustobeltran@yahoo.com
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