Columna


Felipe Matavieja

RODOLFO DE LA VEGA

11 de agosto de 2012 12:00 AM

RODOLFO DE LA VEGA

11 de agosto de 2012 12:00 AM

Por los años treinta del pasado siglo, era costumbre que personas piadosas tomaran a su cargo la difusión de una determinada devoción religiosa. Podía ir dirigida a la Virgen María en cualquiera de sus advocaciones, a Nuestro Señor Jesucristo o a uno de los tantos santos del santoral católico. La persona organizadora del culto colocaba dentro de una urna de cristal la imagen del santo escogido que quedaba encima de una alcancía.  Dentro de la urna iba la oración que se debía recitar y la lista de los vecinos, a los cuales la urna debía ser remitida. En todos los hogares se recitaba la oración, se depositaba un óbolo en la alcancía y se trasladaba “la visita” a la casa vecina. Los fondos recaudados se utilizaban en la celebración de la fiesta del santo respectivo.
En nuestra casa de la Tercera Avenida de Manga recibíamos la visita del “Santo Cristo”, devoción regida por doña Rita Espriella de Torres. Otras “visitas” circulaban por el barrio, como la de la Virgen del Carmen y la de San Antonio.
Bajo la tutela de los sacerdotes de la Catedral, Santo Toribio, Santo Domingo y San Pedro Claver, circulaban entre los vecinos del Sector Colonial otras devociones (visitas). En Getsemaní, por su parte, “La Trinidad”, “Tercera Orden” y “San Roque” cubrían todo el vecindario del antiguo “arrabal”, con la ayuda de algunas beatas.
Veíamos frecuentemente por las calles del sector amurallado a un señor vestido siempre con saco y corbatín, calvo y desdentado, que se balanceaba al avanzar con su andar de ánade. Este señor portaba una réplica del “Santísimo Sacramento”. Era algo así como una “visita” ambulatoria, o un método peripatético de difusión de la fe. Felipe se llamaba el dinámico portador del simbólico “Santísimo”, pero los vecinos lo apodaban Felipe Matavieja. Felipe presentaba a los viandantes la réplica del “Santísimo” que algunos besaban reverentemente y depositaban su contribución. Otros se inclinaban con respeto y, si podían, daban la limosna. Me intrigaba sobremanera el curioso mote de “Felipe Matavieja”, aplicado al portador de la devoción al “Santísimo”. ¿Por qué esa manera irrespetuosa de llamar a quien se dedicaba a tan piadosa labor?
Un día cualquiera, uno de los vecinos de San Diego me lo explicó así:
La abuela de Felipe era ciega. Cuando niño, él le servía de lazarillo y juntos recorrían las calles del sector, implorando la caridad para la pobre ciega. Por el impedimento visual, era Felipe quien recibía las monedas. En cierta ocasión el chicuelo, a espaldas de la abuela, compró un chicharrón con los dineros del recaudo. Ella, por medio del olfato, descubrió el desliz y reclamó: “Felipe, estás comiendo chicharrón”. Aunque él lo negó, ella insistió: “Sí, me huele a chicharrón”.
Más adelante, en el recorrido por el barrio se aproximaron a una esquina donde había un cañón viejo enterrado en la acera. Felipe no advirtió a la anciana del peligro. Cuando la abuela tropezó, reclamó llena de dolor y de enojo: “Felipe, ¿por qué no me avisaste del peligro?”, a lo que él simplemente contestó: “¡Ajá abuela!, ¿Y por qué ahora no le olió a cañón?”. De ahí se deriva el merecido apodo “Felipe Matavieja”, concluyó el vecino de San Diego.

*Asesor Portuario

maalvarez@sprc.com.co

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