Columna


Fiesta y fritanga en Cartagena

CARLOS DÍAZ REDONDO

14 de julio de 2012 12:00 AM

CARLOS DÍAZ REDONDO

14 de julio de 2012 12:00 AM

La fiesta del sueño era en una hermosa finca, no me habían invitado, pero extrañamente, yo estaba ahí en medio de la élite de la dirigencia de Cartagena, donde sobresalían políticos, empresarios, contratistas y hasta publicistas venezolanos.
Había de todo: música, baile, dominó, whisky, carne de toros de lidia y por supuesto, fritanga; pero a diferencia de la fiesta del capo, en esta no había matrimonio. Creo que había divorcio, porque los animadores, con voz cariñosa,  hablaban de la “Fiesta de la Reconciliación”.
El cantante-senador cantaba su mejor canción gritando ¡hombe que vaina buena!, mientras regalaba camisetas, balones, manillas y  raquetas que le había donado su primo.
Aquella pomposa fiesta no le costaría un peso al erario;  todos los amigos del anfitrión hacían sus aportes para la noble causa. Miembros de la empresa de chances, con agilidad felina, repartían anchetas donadas por un empresario paisa del mercado. La tablas de queso fueron donados por “productos Curi-osos”; la riña de gallos, por un ex senador que hacía su aporte desde la distancia; y el carro donado por Charles Plantos, sería el premio al mejor bailador.
Mientras un veterano dirigente que jugaba dominó pedía que no se hablara tanto, una ex alcaldesa se tomaba unos guaros, otros preferían los fritos. Un concejal y un ex senador partían por mitades los huevos de codorniz, que se confundían con sus rostros, empresarios del puerto y hoteleros buscaban pimentones rellenos, todos estaban pendientes de la repartición del pudin a cargo de la hija del anfitrión.
Entró el anfitrión en un carro que parecía sin conductor porque andaba para atrás y para adelante. Raudo caminó a la tarima como si el micrófono tuviera un imán que lo arrastrara. Narró un imaginario gol del Real Cartagena coronándose campeón y anunció el propósito de la fiesta. “Señores -dijo- tenemos que hacer la reconciliación con los pobres; por eso hoy le haremos un homenaje a un ídolo del pueblo sólo comparable conmigo. Tiene ciento sesenta mil decibeles y viene de los estratos populares; les pido que me bailen al ritmo que él nos trae. Era un “picó” adornado con una pintura en acrílico de un paisaje y en el centro, una corona con treinta y dos zircones brillando como si estrenara sonrisa y un nombre: El Rey Derrocha.
No dijo más nada. Se puso a bailar con una señora muy maja y elegante que según decían era una condesa, mientras un concejal se quejaba de que sólo le habían dado jugo de mandarina, algo de papaya y nada de la piña y el pudín.
Afuera cientos de personas con trapos  rojos, azules y anaranjados, se afanaban en limpiar los carros, esperanzados en que les dieran un pedazo de la comida que sobrara; sabían que del ponqué no le darían.
Aturdido salí corriendo y en mi carrera resbalé con una cáscara de mandarina; caí estrepitosamente y pensé que se burlarían, pero la gente no me veía. Una mano fuerte me ayudó a levantar y  fue justo en  ese momento que desperté de aquella pesadilla. A mi lado en la cama estaba el libro de Proverbios 31:8-9.

diazredondo@hotmail.com

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