Columna


Para quienes ya pisamos las cuatro décadas de existencia, siempre que llegan las “fiestas” de noviembre se nos vuelve inevitable compararlas con las de nuestra niñez y adolescencia.
Lo que más recuerdo de esa época es que los diversos eventos de las fiestas (pero principalmente el Bando) se constituían en un programa familiar, que incluía hasta a los abuelos, aunque ya pasaran los 60 años de edad.
Al final de los eventos, cada familia regresaba a su barrio sin traumatismos; incluso, retornar a casa en grupos de a pie era otra actividad que, lejos de percibirse como incomoda, era un placer que se compartía entre vecinos.
Una vez en el barrio, las únicas guerras que se desataban eran las de los globos de agua y las de Maizena; y una que otras veces las de los buscapiés y los tiritos, pero eran elementos que se usaban en cada grupo de amigos sin “agredir” a nadie diferente a la gallada.
En cada esquina o terraza había una parranda con música folclórica, la cual era visitada por algún disfrazado de accidentado, pidiendo plata para que lo atendieran en la urgencia más cercana; o una madre soltera con un niño agonizante, quien pedía ayuda porque el padre se había fugado con la otra; o un grupo musical disparatado que interpretaba canciones picantes (pero divertidas) para provocar la risa por unas monedas; o algún gay no asumido que aprovechaba las fiestas para disfrazarse de reina y pedir recursos para su campaña.
Y así, fuera de algunos accidentados por la casi inevitable combinación del alcohol con la gasolina, las fiestas transcurrían de la manera más sana, sin masacres y sin que los ciudadanos quedáramos con el mal recuerdo de alguna agresión por el simple hecho de haber salido a la calle.
Pero lo que se nota, de unos años para acá, es que cada vez la ciudad tiene menos motivos para celebrar. Sin embargo, las “fiestas” se echan a rodar con el consabido vandalismo, la agresión, la mala intención y la inquina, que hacen que todo adquiera una atmósfera de pavor, invitadora a quedarse encerrado hasta que se termine el zafarrancho.
Las autoridades cada vez se muestran más impotentes para hacer que se cumplan los decretos que prohíben el irrespeto. Es decir, la agresión con bolsas de agua puerca, los retenes delincuenciales, la pólvora y la espuma, que se venden en cualquier parte y en las barbas de los mismos encargados, supuestamente, de preservar el orden público.
Sigo haciendo fuerzas para que las “fiestas” algún día se suspendan definitivamente, porque todo indica que seguirán empeorando con el paso de los años, dado que nuestra mal llamada clase dirigente no está interesada en solventar las precariedades de quienes aprovechan el ambiente novembrino para desahogar sus resentimientos.
Ante ese panorama, son muy pocas las posibilidades de tornarnos optimistas y soñar con que las “fiestas” vuelvan a constituirse en un programa familiar de todos los estratos sociales, con escenarios y eventos no sólo en el Centro Histórico; también en Olaya Herrera, El Pozón, Nelson Mandela o la Vía Perimetral.
Siendo realistas, lo mejor de las fiestas seguirá siendo su final, porque allí empieza la brisa de diciembre a cambiarle el rostro a la tragedia.

ralvarez@eluniversal.com.co

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