Columna


De acuerdo con el profesor Humberto Mendieta, en el departamento de Sucre existe una leyenda según la cual alias el “mono Jojoy” nació en esa región, fruto de la relación entre una prostituta y un terrateniente. Al parecer, “Jojoy” era el menor de los dos hijos que tuvo la meretriz, quien se los llevó muy pequeños para el interior del país. Desde muy joven, el abatido jefe rebelde desapareció de su casa y, muchos años después, sus familiares se enteraron que pertenecía las filas de las Farc. No tengo mayores datos sobre la infancia del también conocido como “Jorge Briceño”, pero creo que no es tan difícil imaginar que su vida de pequeño no fue tan agradable si decidió irse casi niño a protagonizar quién sabe que tipo de andanzas y, posteriormente, a enrolarse en la guerrilla, con el único equipaje de su rabia y sus resentimientos pretéritos. Se ha dicho que era casi un analfabeta, factor que lo hizo mucho más vulnerable a todos los ofrecimientos del bajo mundo. Por eso no es extraño que viviera y muriera como lo hizo, pues en cada acción criminal, en cada ejecución homicida, estaba descargando las iras que se había tragado en aquella niñez que es casi seguro ni llegó a percibir como tal. Y es más triste aún el hecho de que sus familiares hayan llegado a Bogotá pensando en rescatar sus restos, pero al mismo tiempo en pedir ayuda a las autoridades para enterrarlo, precisamente a él, quien manoseó durante años todo el dinero que el diablo le prestó a través de la industria del secuestro, las extorsiones y el narcotráfico que la guerrilla de las Farc utiliza para aceitar su maquinaria siniestra. Desde los primeros instantes en que se conocieron los detalles de su muerte se recalcó que se trataba del más sanguinario de los cabecillas de las Farc, pero no sería ilógico pensar que entre ese ejército —aunque sean de bajo perfil— deben haber otros guerrilleros tan resentidos y tan sanguinarios como él. Porque si algo caracteriza a los actores de los grupos al margen de la ley, son las condiciones irregulares en las que se desarrolló su crianza. La costumbre, muy colombiana, de criar a los niños en función del poder y teniendo al dinero como único dios, ha sido desde siempre el laboratorio en donde se han reproducido los Escobar, los Rodríguez Gacha, los Castaño Gil, los Garavito y los “monos Jojoys” que han escrito gran parte de las páginas de sangre que ya casi no caben en el libro de nuestra historia. Me dolió muchísimo el haber leído la noticia de los familiares de “Jojoy” pidiendo ayuda a las autoridades. Pero no me entristecí por el adulto abatido por la Fuerza Pública, sino por el alma envenenada del niño que fue Víctor Julio Suárez en la Colombia de mitad del Siglo XX, cuando en las zonas rurales los terratenientes cometían los más grandes atropellos y las peores violaciones a los derechos humanos, sin que alguien en las ciudades (sobre todo, los periodistas) se interesara por denunciar e intentar cambiar los hechos. Para muchos será una alegría formidable la desaparición del “mono Jojoy”, porque parece estarse acercando el final de la violencia y el comienzo de la paz. Lo malo es que esa violencia no está únicamente en el seno de las Farc, ni en el narcotráfico ni en los paramilitares, sino en el tenebroso engranaje de la vida que llevamos en eso que se conoce como “la familia colombiana”. Ralvarez@eluniversal.com.co

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