El estado de Bahía, en Brasil, es el escenario prodigioso del mundo mágico de Jorge Amado. En Salvador, su capital, y, con más precisión, en su barrio viejo, El Pelourinho, situado en una especie de segundo piso de la ciudad, desde el cual se desciende a la playa por un ascensor destartalado, el recursivo novelista puso a correr los cueros desnudos de Sonia Braga y la sombra del esposo bohemio de doña Flor, Toninho, quien ni siquiera después de muerto le dio descanso a su hermosa consorte, metida ya en las sábanas de otro marido.
Bahía es la representación hipertrofiada de las tradiciones y de los ritos negros de Brasil que, en nuestra América, es un planeta aparte. Su historia y su existencia están rodeadas de hechicería, de supersticiones, de sueños coloridos y fantasmales. Todo en él es enorme, visceral, “O mais grande do mundo”. La única forma de interpretarlo es adentrándose en los entresijos de sus delirios que hablan el lenguaje de la macumba y del candomblé. Hay que comprender el idioma de las “maes de santo” que fuman el tabaco ritual y prenden velas en las noches de luna llena, mientras imploran apasionadamente la ayuda de los duendes de África que, hace más de cuatro siglos, tendieron un puente sobre el mar para no abandonar a sus hijos prisioneros en las sentinas podridas de los barcos negreros.
En Brasil hay una sola religión predominante: la nacida de la simbiosis de los dioses africanos con el paraíso de los cristianos. Ese sincretismo ha permitido la sobrevivencia de los cultos, y ha hecho posible que se invoque a Changó y se rece a Jesucristo. Por eso, para los brasileños, la gran celebración de estas calendas no es la Navidad, como en el resto de nuestros países, sino la ofrenda a Iemanyá, la reina de las aguas, que se realiza el 31 de diciembre.
Esa noche, en medio de los gritos histéricos de las mujeres en trance y de las oraciones de los umbandistas de “Mae Xogum”, miles de personas vestidas de blanco se extienden por la costa, desde el norte de Bahía hasta Río de Janeiro, para pedir los beneficios de la diosa del mar. Tiran flores y alimentos a las ondas.
Se zambullen en las olas para facilitar la navegación de centenares de canoas con los regalos que llevan súplicas de protección y de apoyo. Y, en la mañana, amanecen multitudes desmayadas sobre la playa, entre pedazos de botellas desvencijadas y “charutos” de tabaco negro.
No hay en América una fiesta igual a la de Iemanyá en Brasil. Es un espectáculo alucinante a cielo abierto, en el que se mezclan, en desorden incontenible, excesos de ternura, de locura, de superstición y de sexo.
El pueblo ama, come y bebe, reza y sueña. Al despuntar el alba, el sol alumbra encima de la arena los restos mustios de la liturgia pagana y los cuerpos exhaustos, desgonzados y sudorosos de hombres y mujeres. Y, como un tributo silencioso a la divinidad homenajeada, de todos los rincones parece brotar el olor a marisco de las virginidades perdidas.
*Ex congresista, ex embajador, miembro de las Academias de Historia de Cartagena, y Bogotá, miembro de la Academia Colombiana de la Lengua.
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