Columna


Ingrid contra Ingrid

VANESSA ROSALES ALTAMAR

25 de septiembre de 2010 12:00 AM

VANESSA ROSALES ALTAMAR

25 de septiembre de 2010 12:00 AM

Cuando la imagen de una mujer lívida y delgada, con el pelo muy largo, pocos kilos, encadenada, y con una expresión silenciosa y triste dio la vuelta al globo, el mundo se conmovió. La visión era un símbolo del drama que ha sido y sigue siendo el secuestro en Colombia. Algunos países, liberales y humanistas, alzaron voces de protesta y solidaridad, especialmente porque esa mujer había sido, años atrás, una vigorosa política colombiana. Disminuida, desoladora y en silencio, no miraba a la cámara. Un tiempo después, cuando Colombia celebró triunfal la Operación Jaque, Ingrid y sus compañeros fueron liberados. Entonces, la mujer disminuida, antes triste y silenciosa, comenzó a revelar una soberbia pasmosa que, aún hoy, los colombianos no sabemos cómo digerir. Pero lo cierto es que esos asomos de altivez no eran ajenos a la Ingrid de antes de que partiera, voluntariosamente, a los predios más espinosos del país, donde dominaba la guerrilla. Recordémosla en la mesa de negociación, con tono de exigencia hacia Raúl Reyes quién, con indiferencia, escuchaba su reclamo. Recordemos, otra vez, las imágenes de su partida envalentonada hacia el Caguán, en donde agentes presidenciales intentaron detenerla. Ingrid siempre fue soberbia. El problema es que, ahora, incluso después de una liberación histórica, luego de que su entonces marido abogara incansablemente por su libertad, de que sus hijos y de que el pueblo colombiano, de forma recurrente alzara voces de protesta contra el secuestro en general, Ingrid asuma ese papel insostenible de “estar dolida con Colombia”. El problema, en realidad, es que los colombianos nos hastiamos de su ingratitud, de sus dilemas y megalomanía y de que, al ser liberada por un ejército visiblemente profesionalizado contra el peor mal del país, ella decida además asumir roles de mártir que no le corresponden. Si algo nos hastía de Ingrid es su capacidad para mirarse tanto el ombligo, como si hubiese sido ella y sólo ella la que haya atravesado el infierno de no ser libre, de soportar condiciones denigrantes en una selva inclemente y, al final, de llevar una vida que nosotros, aquí, no alcanzamos a imaginar. Lo enfurecedor es su deseo de convertirse –o considerarse- en la única imagen y símbolo de la tragedia que toca a millones de colombianos, algunos de los cuales aún siguen allí, soportando la miseria del secuestro. Ingrid lucha contra demonios que otros, como Clara Rojas, han sublimado. Primero, con su anuncio pretencioso de demandar al estado colombiano y ahora, al afirmar con tanta convicción de que es ella quién está herida con el país, Ingrid comienza a desdibujarse como una víctima que recuperó el tesoro que arranca el secuestro y aparece cada vez más como una presencia incómoda, mezquina y megalómana. En su ahora ancha y cómoda libertad –pues no titubeó en marcharse a Francia y en dar declaraciones en programas de culto pop en Estados Unidos- parece que pelea contra sí misma. Y en nosotros no sólo crece el hastío de observar cómo su cinismo se magnifica con cada nueva figuración, sino el desgano por leer su libro, por escuchar sus declaraciones vanidosas, e incoherentes argumentos. Lo único que deberíamos devolverle es indiferencia, y convertirla en una voz inaudible y una presencia invisible. *Historiadora, periodista, escritora rosalesaltamar@gmail.com

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