El avance del consumismo se detecta fácilmente comparando la cantidad de cosas que hoy poseemos, versus las que teníamos hace algunos años.Un buen ejemplo son los televisores. Si en la época de mis padres la familia se reunía en la sala alrededor de un radio del tamaño de un escaparate, hoy cada persona quiere su televisor independiente para verlo inclusive desde su propio sanitario.
Y ni hablar de los teléfonos. Si hasta hace poco vivíamos tranquilos con una línea fija por cada familia, ahora hasta los bebes de 6 meses tienen teléfonos celulares para comunicarse entre ellos.
Es increíble, pero basados en el consumismo, tenemos un sistema económico que se fundamenta en crearte la necesidad de compra, aún sin requerirlo, y en la medida en que va pasando el tiempo las exigencias se van multiplicando, con crecimiento preocupante. Es una carrera que jamás se termina. Entre más gastamos, más queremos, más necesitamos y por ende más tenemos que producir. Cuando queremos darnos un respiro, el mismo sistema se encargará de adoctrinarnos a través de los diferentes medios de comunicación (televisión, radio, internet, cine, etc.), para que consumas más; y claro, mientras escribo las bobadas que ahora estás leyendo, hay otro montón de personas que están estudiando y analizando la mejor forma de embutirte -vía marketing y publicidad- cualquier otro producto o servicio, posiblemente sin ningún beneficio para tu alma.
Duele decirlo, pero el sistema nos vende la creencia generalizada de que entre más acaparamos y entre más derrochamos, seremos más felices. Y dicho credo, acompañado de una mayor oferta de productos, hace que la presión de consumo que tenemos hoy sea muchísima mayor a la que tenían nuestros padres y abuelos, y ya se imaginarán la que tienen nuestros hijos.
Para el sicólogo Daniel Gilbert, de la Universidad de Harvard, la economía de mercado se inventó de esa forma, porque sencillamente es más rentable. Como dijo recientemente: “Nadie quiere un centro comercial repleto de monjes Zen, porque se quebraría”. Sin embargo, para Gilbert hay pruebas contundentes que están demostrando que el cerebro, en condiciones más o menos normales, mantiene la capacidad de “sintetizar su nivel de felicidad”, independientemente de sus logros, triunfos o fracasos. Lo que pasa es que fuimos enseñados –vía sociedad de consumo– a ser felices únicamente cuando obtenemos algo. Pero al carajo con ello, que en la vida también existe la felicidad que recuperamos cuando somos capaces de superar una pérdida o una mala experiencia.
Lo anterior significa que, luego de un tiempo, por satisfacción o frustración, las personas regresan a sus niveles originales de felicidad, aun cuando se trata de la experiencia más gratificante o más traumática que pueda existir.
Para Gilbert, las experiencias negativas tienen un impacto menor en las personas de lo que realmente imaginamos. Como humanos, nuestra capacidad de supervivencia es impresionante. Significando, afortunadamente, que nuestro cerebro privilegiado tiene la capacidad de guardarnos nuestra felicidad, aun cuando el medio insiste en vendernos otra creencia.
Excelente conclusión. Y qué bueno saber que nadie podrá castrarnos esa nueva felicidad que ahora descubrimos.
*Empresario
jer@realsa.co
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