Columna


La fiesta bárbara

MARIO MENDOZA OROZCO

17 de marzo de 2012 12:00 AM

MARIO MENDOZA OROZCO

17 de marzo de 2012 12:00 AM

Alguna vez el poeta pagano Alberto Caeiro, heterónimo de Pessoa, conjeturó: “En cada cosa hay aquello que es ella y que la anima. / En la planta está por fuera y es una ninfa pequeña. / En el animal es un ser interior lejano. / En el hombre es el alma que vive con él y es él”.
El alma del Toro, su “ser interior lejano” está hecha del verde de los pastizales y de los árboles, del olor pacífico del amanecer que germina por el oriente, de fuerza majestuosa, de elegancia y de libertad. Pero la del desdichado animal encerrado en el toril de la plaza está hecha de cansancio, dolor, oscuridad, pesadumbre. Le han colgado pesados sacos de arena en el cuello, lo han purgado para deshidratarlo y debilitarlo, le han introducido algodones en la nariz para dificultar su respiración, le han untado vaselina en los ojos para alterar su visión, le han vapuleado las carnes y los genitales, le han dado narcóticos para restarle bríos y ahora lo azuzan con puyas y palos para obligarlo a salir al ruedo adonde huye aterrorizado, enceguecido por la luz que hace rato no percibe, y, aturdido por las exclamaciones de los espectadores y los engaños de la cuadrilla, se estrella contra barreras y burladeros hasta que es guiado ante la pica. Comienza el espectáculo de la tortura pública como negocio y como “arte”: la fiesta brava, quise decir, la fiesta bárbara.
Lo demás es conocido: cuatro o seis banderillas desgarran aún más músculos y nervios vecinos a la cruz por donde penetró la pica, mientras el ruedo se tiñe con su sangre: faena de capote, faena de muleta, un pasodoble, la euforia de los “olé” que festejan este rito de la crueldad y el martirio denominado “el arte de Cúchares”. Pero el toro no sabe qué es arte, ni quién es Cúchares, ni Ignacio Sánchez Mejía, ni Hemingway, ni Goya, ni Picasso, porque no conoce las palabras con las que mienten quienes lo atormentan: sólo conoce la realidad, que no se deja deformar por las palabras, y su realidad es el agotamiento, malestar, desconcierto, sed, miedo, sufrimiento. Llega la “suerte suprema” y un estoque lo atraviesa sin romperle la aorta, pero lo deja mal herido. Vueltas y vueltas persiguiendo el revuelo colorido de capotes hasta que se arrodilla exhausto, consciente de su agonía. Un mozo secciona su médula espinal con la puntilla y lo deja cuadripléjico, mientras el público aplaude y agita pañuelos blancos…; Aún vivo, pero paralizado, siente cómo le cortan las orejas antes de arrastrarlo fuera del ruedo hasta que al fin lo acoge la piadosa muerte.
¿Arte, cultura, tradición? El toro no lo sabe y no puede preguntárselo. Como en el “1984” de Orwell, el ruedo es la habitación 101, el toro es Winston Smith con el rostro a punto de ser devorado por las ratas, el torero es O’Brien y en los tendidos una muchedumbre desquiciada, fanática y patética que paga por entrar observa y disfruta. Si el toro pudiera preguntarle al torero cuál es el objetivo de la tortura, quizás éste respondería, como O’Brien a Winston: “el objetivo de la tortura es la tortura”. Pero tampoco puede hacerlo.
*Médico y Escritor
mmo@costa.net.co

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