El concepto de marca, elemento moderno que emerge con el capitalismo, ha sufrido en las últimas décadas profundas transformaciones. Tenían que pasar décadas de producción y de continua satisfacción de clientes y usuarios para lograrse el posicionamiento, medido en recordación y reconocimiento de calidad, de una marca determinada. El principio básico fue la capacidad de recibir la crítica de los usuarios y el valor de practicar la autocrítica para introducir periódicas innovaciones hasta llegar a un alto estándar de calidad. Aún hoy, una vez alcanzado el reconocimiento de su signo corporativo, el cual suma muchas cosas además de un logotipo y una leyenda, se ve cómo muchas grandes empresas siguen practicando esta modalidad. Hoy se compra una versión de un aparato digital y a los pocos meses está a la venta la nueva versión. Y no siempre se trata de buscar una fácil ampliación del mercado, casi siempre se introducen mejoras en el funcionamiento de sus dispositivos.
El mercadeo moderno ha ampliado la vieja idea de marca asociada a una empresa. Hoy es un concepto que se aplica en múltiples ámbitos de la vida contemporánea: a países y ciudades, instituciones de todo tipo y hasta a personas. Pero parece haberse invertido el proceso. Primero la marca y luego el aseguramiento de la calidad; lo que no siempre ocurre. Es fácil observar cómo en tantos casos una marca es tan lejana a la realidad.
Ahora primero se fabrica la marca y luego se promociona para ampliar la demanda de visitantes, usuarios o lectores. Aparecen así verdaderos desbalances entre lo simulado y lo real y no existen mecanismos para recibir la crítica ni para ejercer la autocrítica. La innovación, pues, se detiene. En el peor de los casos se castiga la crítica y se condena al crítico.
Diatriba de un ciudadano contra un mundo sordo, podría ser -parafraseando a García Márquez- la frase del día a día de un usuario de servicio público. Y la diatriba de un turista contra una ciudad sin señales de tráfico para visitarla, o que le cobran precios por encima de su real valor, tampoco va a ninguna parte. No existen los mecanismos para recibir y aceptar la crítica como factor positivo, para más tarde producir una nueva versión de la institución o la ciudad, como aun lo hacen los vendedores de aparatos. ¿Cuántos ciudadanos no dejan sus quejas por escrito en buzones que nadie abre? ¿Cuántos se ven obligados a recurrir a un empleado de “call center” con acento extraño para dejar una queja sin respuesta?
En el caso de Cartagena, la verdadera marca es su nombre: Cartagena de Indias. En el hemisferio Norte o en el Sur, de la ciudad se sabe y se la quisiera visitar. Su nombre está en la mente de europeos, asiáticos y americanos. No cabe la menor duda. Pero si la ciudad no ejerce una sistemática y rigurosa observación de su funcionamiento y de los servicios que ofrece para de ser posible avanzar, transformar e innovar o se duerme en sus laureles después de criar la fama no habrá llama azul de metano que sirva para alumbrar el camino. Lo peor que podría pasar es que los turistas la visiten sólo “una vez”. Si así son las cosas, bien valdría la pena pensar la idea de ser “origen”, como ciudad auténtica que vive su gente, y no destino inexistente pero de marca.
*Profesor universitario
albertoabellovives@gmail.com
Comentarios ()