Columna


La misma Argentina

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

23 de octubre de 2011 12:00 AM

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

23 de octubre de 2011 12:00 AM

Argentina es un fenómeno curioso en el que conviven una opinión pública culta y una clase política inferior. La coexistencia entre la cultura de la opinión y la dignidad de la política se rompió con la caída de Yrigoyen, y los daños se agravaron con la militarización que copó fondo con el ascenso fulgurante de Perón. De entonces a esta parte, con poquísimos intervalos, todo ha sido inestabilidad y decadencia, golpes de Estado y retornos traumáticos a una democracia desfigurada por los boquetes institucionales.
Desde 1945, dos partidos mayoritarios –el Justicialismo y la Unión Cívica Radical– alternaron con ventaja sobre los demás partidos, y hubo más peronismo que Perón por una evidente sensiblería de los argentinos con los mitos que se inventa. Ahora reapareció esa sensiblería con la muerte de Kirchner, que le transfundió sangre electoral a su señora para que la libido de poder de la pareja recibiera un nuevo aire.  Lupo –apodo del difunto por su parecido con Lupín, el personaje de la historieta– es, pues, el Cid de la Pampa. 
Cristina Fernández, como cónyuge supérstite de Lupo, cumple con desparpajada altivez el papel que cumplió el general Perón desde el día aciago en que expiró la redentora de los descamisados. Si no se casa de nuevo con alguien que merezca sucederla, la mandataria subrogará en su hijo Máximo el comodato vitalicio que anhelaba el finado para rotarse con ella el uso de la Casa Rosada.
Tanto Lupo como Cristina hicieron suya la fórmula que Estanislao del Campo, un payador de ingenio tucumano, facturó como expresión del poderío gaucho: “Carculen como sería/ la mamada que agarré/ que, sin más, me afiguré/ que yo era el mesmo Gobierno/ y más leyes que un infierno/ con la tranca decreté”. Siglo y medio después, a los argentinos no deja de gustarles que el bastón de mando de sus presidentes sea un garrote de tala.
Entre el día en que falleció su marido y las primarias que le despejaron la vía, Cristina cambió de estilo y maniobró con destreza para encauzar la sensiblería post mortem de sus compatriotas. Contrató sus trajes de luto con Alberta Ferreti, dejó de inyectarse bótox en los labios para sonreír mejor y se le disparó el precio del “yuyo maldito” (como ella misma llamó a la soya a raíz de su pelea con los productores). Un bien que le llegó del mal para borrar de un solo cepillazo la entrega de tierras fiscales que la sociedad conyugal recibió en El Calafate a precios de bicoca y con revaluación instantánea. Irónico que es el destino: allí se despaturró el campeador. 
Pero hubo más desmesuras. Un libro de Luis Majul, El Dueño, resume en 456 páginas la maraña de los negocios de Lupo y en 61 páginas más divulga los nombres de los contratistas que le pagaron comisiones de éxito. Fue tan gigantesco el recaudo que tuvo que adulterar su declaración jurada de renta, con la complicidad del jefe de la Administración Federal de Ingresos Públicos, el 23 de abril de 2009, con una justificación genial: “Inconsistencias conceptuales”.
La misma Argentina que braveaba gritando “Putero o ladrón, queremos a Perón”, reelegirá hoy a la Presidente peronista que le sobrevive al bizco que mejor vio a su país para explotarlo a sus anchas superando las mañas y la codicia del caudillo.

*Columnista

carvibus@yahoo.es

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