Columna


Los delincuentes gozan de buen espacio en lo medios cuando deciden incriminar a otros. Se palpa proclividad para destacar los dichos de matones y pícaros, de funcionarios corrompidos y arbitrarios, y en general de los sindicados de delitos que llamen la atención de las gentes, cuando acusan a terceros con papel descollante en la sociedad. En ciertos casos se percibe en esas divulgaciones cierta fruición de quienes las hacen o autorizan y, en veces, se las presenta como prueba idónea para colocar a otras personas, con justicia o sin ella, en posición de sospechosas o, peor aún, de convictas, por el dicho de los delincuentes.
Quizá ante el desvencijamiento ético e institucional que padece el país sea fácil pensar que cualquier persona es capaz de cualquier crimen y que ser incriminado por un delincuente es algo natural que a cualquiera puede ocurrir. Tal vez el deterioro moral de nuestras conductas y en especial la cotidianidad de los hechos incorrectos de dirigentes políticos y económicos de todos los tamaños determine pensar que todos somos delincuentes, no ya potenciales, sino encubiertos.
Impera una propensión a creer cuanta versión perversa se difunda contra alguien, a pesar de lo correcto que ese alguien haya sido hasta entonces.
Casi que en todos los casos de delitos que acaparan la atención general, la primera reacción de medios y ciudadanos es preguntarse a quiénes va a involucrar el sindicado. Se experimenta desolación cuando el sindicado no abre sus declaraciones con una lista de notables a quienes señale como determinadores, coautores, auxiliadores o beneficiarios de los crímenes imputados. Así llevamos largos meses esperando que uno de los implicados en el llamado escándalo de las chuzadas diga que Uribe lo mandó a chuzar, o que un beneficiario de préstamos de AIS diga que el exministro Arias le exigió respaldo electoral, o que un narcotraficante o un paramilitar diga que Samper le ordenó asesinar a Gómez Hurtado.
Se goza viendo en dificultades, cuando no enlodado, a quien conserva buena fama y a quien, a pesar de las animadversiones, no se le ha podido sentar, con razones valederas, en el sitial de los acusados.
No comulgo con el criterio de descalificar toda aseveración de los delincuentes, pues el hecho de serlo no significa que siempre sean mentirosos, mas tampoco es aceptable tomar como verdad inconcusa cuanto declaren. Su testimonios merecen un exigente examen y deben recibirse con desconfianza, máxime cuando acusar permite reclamar premios. Es demasiado peligroso que una sociedad finque su justicia en el dicho de los delincuentes. Por ese camino, Mancusos y Rasguños, Quicas y demás del mismo talante delictual serán los dueños de la libertad de las demás personas, en especial, de sus contradictores o adversarios.
Y no olvidemos que el inculpar o no a inocentes puede convertirse en expedita herramienta de chantaje por parte de delincuentes que por sus múltiples crímenes ya no tienen honra que perder, escasas esperanzas de libertad y sí mucha codicia, amén de pericia en hacer daño. Terrible que, por el crédito que los jueces les brinden, tenebrosos criminales terminen dictando sentencias a su acomodo y conforme a sus intereses tenebrosos, Así se desquicia la sociedad.

*Abogado – Docente de la Universidad del Sinú-Cartagena

hhernandez@costa.net.co

 

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