El énfasis de su vozarrón de profeta en trance de revelar la verdad, la gracilidad de los gestos con que remarca su opinión y el abrazo de bienvenida, seguido del tinto que les ofrecía como ratificación de la complacencia por su arribo, continuaron en el recuerdo de los contertulios, que interpretaron como una invitación a continuar el que William se hubiera ido a vivir en un sector próximo al Centro.
Por eso ahora la reunión se hace alrededor de la mesa que está en el caney construido en el fondo del patio de la casa de Pasacorriendo, a la que no se accede por la puerta que da a la calle, sino por un portón que permanece abierto desde que clarea, como ocurría en las épocas en que no se habían pavimentado las vías y los parroquianos no osaban ingresar a los predios ajenos para apropiarse de los enseres, no sólo por considerar que la honradez y la confianza debían primar, sino porque nadie quería soportar el escarnio de ser señalado como infractor de las buenas costumbres.
Como hijo de árabe, William supo del comercio desde cuando comenzó a caminar. Su padre abrió un almacén para vender telas. Ahí aprendió el negocio y lo ejerció como un imperativo. Pero su vocación no era la de mercader, sino la de cronista. Aunque nunca ofició como tal, en 1976 se inventó una estrategia para no abandonar su destino, ni traicionar su querencia: montó una cafetería. Así, mientras vendía las viandas que le enseñaron a preparar sus ancestros, se enteraba y comentaba las anécdotas, las villanías y los conflictos que protagonizaban sus paisanos.
Fue como instalarse dentro de una sala de redacción para, con la majestuosidad del chavarrí que otea desde lo alto de un matorral, procesar las informaciones que le traía esa legión de corresponsales que se le acercaban por el solo placer de sentirse cómplices de quien había habilitado un espacio para el desahogo y el deleite. Desde entonces los concurrentes intercambian opiniones, acentúan la inconformidad con las ruindades o los desafueros, destacan los méritos de los paisanos y se oyen los chistes de moda, a los que el anfitrión apela para apaciguar los ánimos cuando los contradictores se exaltan.
Las únicas credenciales que deben exhibirse para participar en las tertulias son conocer las andanzas de los personajes de la ciudad, leer los periódicos y revistas o traer una noticia todavía sin publicar, no para mancillar honras, revelar envidias u ocultar mediocridades, sino para crear, recrear o evocar situaciones o vaticinar desenlaces, sin importar que haya coincidencias o que la temática se refiera a los avances o retrocesos de la comunidad, el afianzamiento o desmoronamiento de los tabúes o supersticiones, o la implantación de los conceptos que han hecho sucumbir los hábitos que imperaban en los tiempos en que sin responsabilidades a cuesta, William deambulaba por su parroquia, a cuyos sabores, olores y texturas se aferra, no porque se hubiere resistido al uso de las tecnologías, sino porque siempre ha promovido el rescate de la memoria a través de la conversación.
*Abogado y profesor universitario
noelatierra@hotmail.com
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