Columna


La venta informal

LIDIA CORCIONE CRESCINI

28 de junio de 2011 12:00 AM

LIDIA CORCIONE CRESCINI

28 de junio de 2011 12:00 AM

En estos días “patoneé” por el Centro para hacer varias diligencias. Fui a comprar un estabilizador de voltaje en un almacén en la avenida Venezuela. Siendo las dos de la tarde, lo primero que me topé en el espacio público fue una carreta acomodada en un rincón para evitar el sol. En ella yacía un hombre de unos ochenta años, con la boca abierta y una gorra cubriendo parte de su cara. Supongo que sesteaba.
A un metro de distancia dos niños jugaban con una pita al tira y jala, a medio metro había un señor vendiendo ensalada de verduras sobre una mesa de 30 x 50 cm.: el repollo bien picado, el pepino, el tomate y la vinagreta (ensalada condimentada con los vapores de la polución). Este mismo hombre mira las pinturas de otro vendedor ambulante que se detiene para mostrárselas. Diagonal a ellos pasó un mendigo pidiéndome una limosna para comprar un pan y a este mendigo se le acerca otro mendigo pidiéndole una moneda para comprar un cigarrillo, como cuando un ciego le pide a otro ciego que lo ayude a cruzar la calle.
Cerca de la carreta, una carretilla cargaba seis aguacates con la concha estropeada por los golpes del camino, y un ciento de limones. Le escuché al pregonero promocionar su mercancía: lleve dos aguacates por cuatro mil y treinta limones por dos mil. También vi muchas carretillas elegantes, con colores hermosos, llenas de verduras y frutas. Eran de lo que llamo vendedores nómadas, una nueva modalidad.
¿Es la necesidad, las ganas de sentirse útil o simplemente hacerse a la idea de que ocupa un cargo digno en su vida?
El trabajo fortifica a pesar de la fatiga que provoque y estos hombres fatigados por la intemperie, la incomodidad, sin tener dónde hacer sus necesidades, aguantando lo que sea todo el día, llegan a sus casas después de un día de trabajo quizás con diez o doce mil pesos de utilidad para distribuirlo entre seis o siete bocas.
Muchos de los pobres se acostumbraron a estirar la mano, a pedir y a lamentarse de su suerte, otros salen a camellar con entusiasmo y con la esperanza de tener para la vitualla. Digo esto porque si alguien pide una limosna y tú le dices ven a barrerme el patio de la casa, te doy alimento y te pago, dan la vuelta y jamás lo hacen, lo hablo por experiencia.
Ellos saben que les da resultado que los cartageneros tenemos buen corazón y que nos apiadamos de la necesidad ajena, y aunque no es la solución meterse la mano al dril y regalar monedas o billetes, lo hacemos porque después el corazón nos queda apretado por haber sido indiferentes ante los ojos de cordero degollado de ese ser humano que dice sentir hambre.
¿Qué ganancia, por ejemplo, puede dejarle a ese vendedor esos cinco aguacates asoleados y machucados? ¿Qué ganancia tiene un lotero, limonero, vendedor de frutas, hortalizas, verduras?
El problema no es la venta informal, sino la necesidad de buscar el sustento. Ciertamente afean y ensucian la ciudad, todo es confuso, caótico y no hay por donde caminar. El espacio público debe estar despejado, pero ellos necesitan soluciones porque no encuentran oportunidades de trabajo.
Definitivamente, ¿no las hay?

*Escritora

licorcione@gmail.com

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