Columna


Las camitas con ropa

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

01 de agosto de 2012 12:00 AM

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

01 de agosto de 2012 12:00 AM

Algunas personas tienden a confundir el nexo de causalidad de la violencia en la población y se lo han atribuido ilógicamente a la champeta, cuando lo que realmente provoca que existan crímenes y atentados contra la comunidad misma es la falta de educación, de la que es responsable, en gran medida, el Estado.
Sin duda alguna el fenómeno cultural de los picós ha sido víctima de la ineptitud de los gobiernos para regularlo y desarrollarlo como debe ser, yo estoy en contra de que un castillo de altoparlantes rompa el silencio de la noche con la imprudencia de su música a máximo volumen, cualquiera sabe que estas celebraciones deben tener un espacio adecuado en donde no se perturbe el descanso de los demás, un horario pertinente y no arbitrario como lo ha sido hasta ahora, un cubrimiento especial en seguridad como sí lo hacen en otros conciertos “más importantes”.
Cuando uno advierte que en esta ciudad los bailes de picós no cuentan con estas características se percata de la falta de interés que tiene la clase dominante por rescatar este fragmento de nuestra identidad que ha venido moldeándose desde hace décadas en África, en las costas cubanas y en nuestros barrios de panaderías olvidadas y almendros destrozados por la inexorable marcha del tiempo y la nostalgia.
No sé muy bien si les gusta escuchar champeta o no. Tampoco pienso obligar a los que no lo hacen porque cada quien tiene el derecho a disfrutar lo que crea conveniente para su educación sentimental. Pero aquella libertad no es una razón válida para censurar un género musical que oculta por momentos la triste sensación de pobreza que jamás se quita de los sectores populares de Cartagena. Tienen que aceptarlo, porque la ciudad es eso: un monumento fascinante a la diversidad, un laberinto de expresiones corporales en donde muchas veces se perdieron las normas. No es desacreditar a la champeta porque ya existe la cumbia o el porro para que nos identifique, es entender que el centro de gravedad de nuestra sociedad descansa sobre la diferencia, y allí se baila haciendo el amor con los yines puestos, en la oscuridad, en el rincón de las camitas con ropa, entre el olor del gel que brilla sobre las cabezas como fragmentos de calles mojadas.
Y ustedes de pronto no abren las ventanas y ven sobre el cableado de los postes dos cometas enredadas como el símbolo espantoso de la infancia perdida. Tal vez nunca se metió la lluvia por debajo de la puerta y al siguiente día sonaba el “Pato Donald” mientras mamá secaba la sala y rodaba los muebles, la verdad no espero que oigan con melancolía “Los trapitos al agua” o “La suegra voladora”, ni que observen por largo rato la bandera petrificada de las bolitas de uñita, yo no voy a construirles la nostalgia, pero si espero que ojalá cuando suene una champeta no digan que la están escuchando todos los bandidos.

*Estudiante de Literatura de la Universidad de Cartagena

orolaco@hotmail.com

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