Columna


Los alcahuetas

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

20 de julio de 2011 12:00 AM

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

20 de julio de 2011 12:00 AM

Muchas veces creí que el problema de esta ciudad era la ciudad misma y nosotros teníamos un triste puesto de observadores para todo lo que ocurría. Pensaba que cuando llovía y en las calles iba algún colchón viejo empujado por el arroyo de las alcantarillas, llevando vaya a saber qué noches de luz cortada o cuántas infidelidades escondidas sobre su espalda, eso hacía parte de un conflicto ajeno a nuestra voluntad. Que si andábamos en las calles del Centro con el miedo de que se nos viniera encima un balcón viejo yo diría «Hay que caminar con cuidado, aquello es un problema de infraestructura, de los huesos viejos de una ciudad histórica», mientras aceptaba que no era culpa nuestra que el tiempo, a través de las construcciones, también cometiera atentados terroristas.
Pero Cartagena es el silencio y la alcahuetería de sus cartageneros. No conocemos la ampolla, la pompa de jabón que estalla si la pinchan, el grito de los globos un poco antes de explotar para siempre, el gatillo de la garganta, las palabras calientes de la lengua. Puede uno comentar «Ya no se ve el mar desde mi casa porque unos edificios lo están vistiendo de cemento, cuántos pisos harán…;» y se encuentra con una súbita respuesta de cuchillo entre sus propios amigos «No importa, así se pone la ciudad más bonita, mejor presentada». Entonces es cuando creo que hace mucho que hemos dejado de parecernos a nosotros mismos, mejor presentados, y temo que en poco tiempo el sol tendrá que ocultarse como lo hace en Nueva York: en los bolsillos de sus rascacielos. Así que pronto no habrá mar desnudo para agasajar con la vista. A esa mujer azul que nació con el pelo rizado no habrá quien la toque, ni nadie que le quite su corsé de veinte pisos con “penthouse”. Entre tanto todos se dicen en sus casas con goteras: qué linda se está poniendo Cartagena.
Somos alcahuetas y somos de clase solitaria. La mayoría de las protestas que he visto son de uno, y con suerte en grupos de tres. Sale en una calle una persona gritando en un megáfono algo difícil de entender pero que nos sucede a todos, y nadie lo escucha, pareciera que se hubiese convertido en esos predicadores que se ponen gruñir la palabra de Dios y que nos hemos acostumbrado a ignorar. El alcalde que más roba es el que vemos como el más astuto y al que no tratamos de negligente. Le decimos a la persona de al lado, con cara de asco: «Mire aquellas casetas de relojeros, afean la ciudad, que pena con el que viene», sin detenernos un momento a reflexionar que mucho tiempo atrás el portal de los dulces invadió un corredor para quedarse para siempre y ser, sin duda, una joya dulce de esta urbe en decadencia, una cocá ejemplar, una cultura y un sitio turístico que nadie niega.
Pienso en Cartagena y la veo como un desliz de tierra. Nosotros mismos les estamos haciendo el dos a los de afuera para que nos quiten la novia.

*Estudiante de Derecho de la Universidad de Cartagena

orolaco@hotmail.com

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