Cuando el ser humano sintió la necesidad de escribir era porque el teléfono roto había dejado de ser un juego: las leyendas se columpiaban de boca en boca a través de las generaciones y en cada relación de parentesco era inevitable sentir la sacudida íntima de una historia. Todo hasta que el olvido, las memorias astilladas, terminaban por mutilar cada cuento, obligando a que se inventaran situaciones y guiones que antes no existían. Así nació la escritura y la lectura, del temor a la pérdida de los recuerdos.
Ahora que escuché que el 26 de octubre van a declarar a Cartagena libre del analfabetismo, pensé en las nuevas personas, en su mayoría niños, que van a franquear las portadas de los libros, montándose cada vez más personas sobre las vocales y las consonantes para ir en un viaje a muchas páginas de distancia, de cuyo regreso no se tiene seguridad.
No creo que a partir de ese día deje de existir el analfabetismo en la ciudad, porque hay situaciones tan profundas, tan subterráneas, de las que las estadísticas no tienen conocimiento y por tanto su sonda se encalla mucho antes de llegar al rincón del anonimato, de los desaparecidos, de los ninguneados. Pero sí creo que esto signifique un avance, que el analfabetismo en Cartagena existe menos.
Podremos caminar por las avenidas y preguntarnos: ¿Qué nos dicen las protestas y vulgaridades escritas en las paredes de las calles? Que más gente está aprendiendo a leer. Nos encontraremos con títulos en los muros, como los descritos por Galeano, algo que diga “Cómo gasto paredes recordándote” o “ayude a la policía: tortúrese”, o que ante una mala ex presidencia llena de parapolítica y terror escriban en aerosol “Se morirán de nostalgia, pero no volverán”. Aprenderán a leer y a escribir y también tendrán que superar otro mal de la sociedad: el de callarse siempre.
Entonces estará este mundo más completo, lleno de nuevos escritores, de letrados grafitis y de remotas nostalgias con la cartilla de Nacho. De modo que no será extraño encontrarse con algún lector que descubra en Borges que para encontrar a Dios hay que toparse con una letra entre las letras de una página de uno de los cuatrocientos mil tomos de la biblioteca de Clementinum, que sepa a dónde fue la “a” y rescate a la “u” de los escarpados caminos del Perú. Lectores que les suene siempre el eco mental que encapsula cada palabra cuando las vemos y piense que el alfabeto no es más que un xilófono del lenguaje.
¿Qué sueñan los niños analfabetas? Todas las noches después de arreglar el uniforme del colegio al que nunca han ido, sueñan que están en una plaza de madrugada, y vienen hacia ellos personas desconocidas, mudas, con papeles en las manos. Pero los niños analfabetas no saben qué dicen los garabatos en las hojas, les parecen resortes, serpentinas de tinta y lápiz mongol. Sueñan que les caen los letreros encima, que los buses no gritan los barrios escritos en las calcomanías, que a los libros se les borraron los dibujos y su pesadilla perdura como los versos de los grandes poetas.
*Estudiante de Derecho de la Universidad de Cartagena
orolaco@hotmail.com
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