Columna


Los ladrones de Omar Rayo

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

13 de abril de 2011 12:00 AM

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

13 de abril de 2011 12:00 AM

Nos sabíamos la dirección de memoria: edificio Barichara, en la avenida 19 con carrera 3ª. No había razones para echarse atrás, desde siempre soñaba con atracar una biblioteca, entrar con pistolas y cuchillos, amenazando a los lectores mientras iba metiendo en un saco a Dante, García Márquez, Wilde, Verne, Neruda, gritando “todos al suelo” y aguaitando las ediciones más antiguas en los estantes, pidiéndole a la bibliotecaria que me dijera dónde estaban, como si le tocara escupir la clave de una caja fuerte; imaginaba ser un fletero-pandillero de los libros.
Esa vez al Viola y a mí se nos ocurrió una idea: íbamos a robar la obra entera del maestro Omar Rayo. Surgió en una conversación sobre sus cuadros, cuando yo le decía que aquellos podían catapultar nuestro mundo de curvas y de contornos oblicuos a una realidad geométrica perfecta. «El lugar mejor medido en el mundo es su taller en Bogotá» le comenté; «Entonces vamos a robárselos» me dijo riéndose. Pero lo que nos dio risa un momento, se acomodó a lo que habíamos pensado por siempre: él ganar su plata, yo ser un bandido del arte.
Las obras del maestro Omar Rayo, las inéditas, estaban todas guardadas en ese apartamento que el autor usaba de taller y archivo de estudio. Había muerto el 7 de julio del año pasado, su esposa había decidido conservar el lugar y guardar todos sus bocetos y acabados de acrílico sobre lienzo, para que luego se exhibieran en el museo de Roldanillo, Valle.
Figurarse las alcobas llenas de arte tal vez póstumo, encerrado bajo llave, era como entrar en una ceremonia secreta donde se mostraba el corazón desmechado del artista, su vida triangular, sus conflictos poligonales.
Viola lo planeó todo: nadie visitaría el taller durante dos meses, tiempo que nos serviría para actuar, yo compraría los pasajes de ida, y de vuelta cada quien cogía por su camino. Esa vez nos fuimos a dormir con el chiste del diálogo y nos levantamos con la disposición en serio.
El día del robo nos paseamos ocho veces alrededor del Barichara. La mañana en la capital del país era tan fría que las conversaciones quedaban escritas en el aire mucho después de que las personas dejaban de hablar. Por eso le dije al Viola que no comentáramos nada al respecto en la calle. A las diez entramos al edificio disfrazados de técnicos de televisión, subimos la caja vacía de un tv plasma, directo al piso 21. Viola forzó la puerta y cuando la abrió, un polvo artesanal se estrelló en nuestras frentes.
Nos apuramos a meter las obras en la caja, estaba emocionado, era un cuatrero de la pintura cuando Viola me empezó a romper un cuadro con un cuchillo «¿Qué haces maricón?» le susurré con espanto, «Hay que dejar la firma» dijo. Así que esperé a que me diera la espalda y le metí un filazo en la nuca, me estaba echando abajo mis fantasías de bibliotecas y pistolas, maldito. Fui a otro cuarto y puse al Viola debajo de una pila de obras. Agonizaría aplastado por los trazos de un verdadero maestro.
Dos semanas después sigo sacándole provecho a mis días de perfecta geometría.

*Estudiante de Derecho de la Universidad de Cartagena

arquerolivero@hotmail.com
 

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