Columna


Muertes sin ruido

ROBERTO BURGOS CANTOR

10 de julio de 2011 12:00 AM

ROBERTO BURGOS CANTOR

10 de julio de 2011 12:00 AM

Cuando murió mi peluquero me hubiera gustado escribir: hoy murió mi peluquero.
No lo hice. No porque hubiera resucitado. Sí porque no lo supe. Y no lo supe porque mi peluquero había dejado, dos años antes de morir, de ser peluquero. Cuando murió no era mi peluquero. O mejor: cuando murió no era peluquero. Había vuelto a ser lo que alguna vez fue: apenas Jean Jacques. Eso. Apenas.
Cuando alguien ha sido la mayor parte de la vida peluquero y un día deja de serlo, no se sabe que será. Jean Jacques fue así. Sólo Jean Jacques, el que fue peluquero.
Debo escribir: hace un tiempo murió quien fue mi peluquero.
Jean Jacques había llegado a la Bogotá de llovizna y hollín, de tranvía y neblina, antes de 1948. Por esa época era el ayudante de otro peluquero francés que instaló su salón en los altos de alguno de los edificios sobre la calle Real y cerca de la plaza de Bolívar. Se podía ver el tren lento que al occidente pasaba entre las luces del atardecer y la neblina temprana con su humareda ripiada y su silbato de animal asmático. Allí se cortaban el cabello, se afeitaban con toallas calientes, y salían perfumados, Gaitán y Mendoza Neira, Tellez y Zalamea, los magistrados de la Corte Suprema, los conversadores eternos del Jockey Club, y unas bogotanas elegantes a quienes les habilitaron una sala en la cual no podían ser vistas ni oídas y probaban la cosmética gala. Algo había entre las cabezas despejadas y las ideas claras. Entre los peinados de las películas y los amores sin escándalos.
Cuando Jean organizó su salón lo bautizó con su nombre. Una astuta intuición porque los oriundos de la altura aprecian los nombres propios extranjeros. Entre secadores, espejos, lava cabezas, tinturas, máquinas de rasurar, tijeras, esmaltes, jabones, pomadas, shampoo, hizo un guiño a la Francia del rey Sol, a las notas de Luly. Acomodó sillas y canapés de patas retorcidas, raso verde y morado con hilos dorados, madera nacarada, marcos plateados de espejo oval, papel de pared por cuyas grietas se asomaba otra edad.
Puedo escribir: dos años antes de morir mi peluquero llevaba 59 años cortando pelos, sugiriendo un estilo adecuado a las líneas del rostro, a su enigma, al secreto del cuello, a atrapar la elusiva ilusión de la belleza que a cada quien corresponde, oyendo confidencias de amores felices o desdichados, vergüenzas de quiebras, rencores políticos, deliciosas indiscreciones. Siempre hizo sus vacaciones en el mar Caribe.
Había visto crecer a generaciones de bogotanos a quienes convenció de que el único estilo para los niños y las niñas no eran el de novicios o reclutas, y para ellas la cascada de cabellos indios despuntados como siervas peludas.
Y asistió a los funerales de hombres y mujeres a quienes vio envejecer a pesar del esfuerzo de sus tijeras.
Con su francés españolizado, su humor regañón y su tono de conspirador irónico, poniéndose y quitándose sus anteojos finos de tasador de esmeraldas, aceptando que el espejo era un tercero, me contaba secretos con eficiencia de confesor.
Escribo: hace un tiempo murió quien fue mi peluquero.
O: hoy mi peluquero dejó su oficio.

*Escritor

rburgosc@postofficecowboys.com

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