Columna


Perfume de la memoria

ROBERTO BURGOS CANTOR

25 de febrero de 2012 12:00 AM

ROBERTO BURGOS CANTOR

25 de febrero de 2012 12:00 AM

Las repeticiones aceptadas como dogmas de una fe inane con frecuencia conducen a escuchar la queja, el diagnóstico, el presumido atisbo sociológico de tienda de esquina. Asevera que los colombianos carecemos de memoria. Olvidamos.
Nadie indaga si es una consolación ante la reiterada persistencia de nuestras fatalidades. Parecen retornar cual bumerán sin huella. O resultado de los efectos de la literatura en los lectores que Cortázar llamaba pasivos. Los que no dialogan con las novelas y los cuentos, ni luchan con el hermetismo apretado de promesas de la poesía. O se ríen de las arbitrariedades de los autores. O descubren la vena negra de veneno de un inocente camarón.
Estos lectores no son culpables solitarios, como los temblorosos masturbadores de la primera adolescencia. Tienen de compinches a cierta crítica que al examinar los libros de la literatura apenas llegan hasta la arqueología de los modelos que para bien y para mal han abierto y limitado nuestra cultura, nuestra vida. Así sucede con la perniciosa idea de que Cien años de soledad es la biblia americana. ¿No bastará con Jehová y Mahoma para ahora interpretar a los Buendía disfrazados de profetas y místicos enamorados?
A esa espléndida novela de nuestras absurdas guerras, de los entresijos del ser Caribe y americano, recurren muchos para fundamentar la inclinación al olvido. Es una fiebre el olvido, dice la metáfora del novelista.
Un acontecimiento inesperado me llevó a conjeturar si acaso el olvido histórico que se nos atribuye no es más que la forma de proteger a la vida del horror, del fracaso que persigue a los esforzados proyectos, bondadosos o perversos, para ser dignos del cielo que nos inculcaron existe como refugio de la virtud.
O también una manera de desprecio a la voluntad vulgar que se aplica a realizaciones personales que pueden ser tasadas en dinero. En bienes terrenales que no alcanzan varias vidas humanas para disfrutarlos. A menos que la anomalía del corazón que “no tiene frontera”, haya transformado a los poseedores en unos marcianos, y perdón a las creaturas de Bradbury, cuyo gozo único es saber que tienen palacios de diamantes y tiendas hechas del día, sin la gentil princesita.
Entonces encontré a mi amiga y consejera Ximena Castilla. La tía de mis nietas. Y ante los olvidos nos pusimos a invocar a Silvia Duzán. Invocar es una manera de hacerle cosquillas a los muertos. Ellos lo agradecen. A Silvia, quien había viajado a Cimitarra con unos periodistas ingleses, la mataron, como se mata hoy: sin motivo.
Salomón Kalmanovitz, su esposo, desquiciado por el dolor, le pidió a Ximena que fuera a recoger sus restos. Un morral de peregrinos fugaces, y nada más, quizá su sonrisa. Con la ira digna que no le deja mostrar la ternura, Ximena cumplió la encomienda en medio de un pueblo acoquinado, escondido en su cobardía.
Al volver Salomón estaba incapacitado para creer que Silvia era ese montoncito de corotos envueltos en una toalla de camionero. Quería que Ximena se llevara todo. Entre lápices, libretas, franelas, kotex, unos lentes de sol rotos, había un frasco de Anaís Nin.
Desde entonces tengo un pacto: llevarle a Ximena ese perfume cuando se acaba.
¿Esto es olvido?
 
*Escritor
 
rburgosc@etb.net.co

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