No recuerdo casi cuando fue que aprendí a leer y a escribir, yace en la memoria el pequeño librito de Nacho como la postal de la nostalgia cuyo remitente soy yo mismo en mis últimos años de vida, ya viejo, con la papada colgante imaginando los esfuerzos de la profesora para que me entrara el sonido de las nuevas pronunciaciones de la palabra, mientras el monte se llenaba de comunistas trasnochados, hermosas amapolas y pringamozas resentidas.
Nacho: con su jean remangado y un sombrero beige que el tiempo irá trasformando en manchas indescifrables de ropa, un niño campesino que se sienta a sonreír sobre la hierba como si el único problema hubiera sido el de la lectura y ya se encontrara resuelto. Es seguro, cincuenta años más tarde un girón del alma en llanto se irá a astillar cuando los fonemas de dos letras rojas y cursivas vengan a buscar mi infancia perdida tras tantas décadas de implacable olvido, a costa de uno, del mundo.
Cartagena ha sido declarada libre del analfabetismo. Aunque piense que la cobertura de las estadísticas jamás llega a toda la población, es importante considerar que la ciudad tiene hoy más lectores, una cantidad exponencial de escritores, poetas y grafiteros. Pero ¿será que aprender a leer es sólo la facultad de descodificar los textos escritos?
A Cartagena le espera el reto duro de la comprensión, del hábito de lectura, de la forma como absorbemos la información, estableciendo diferencias entre la verdadera y la sensacionalista. No se trata de sólo hojear una conjunción de sílabas impresas en el periódico, se trata de elaborar una crítica, de lanzar una piedra para romper las vitrinas del aislamiento intelectual, aprender a leer trasciende la nostalgia de los libritos de Nacho para desmechar el mundo y proponer políticas de desarrollo social.
Del mismo modo escribir no significa deletrear un nombre, implica dejar el grito enredado en la tinta y deletrear todos los nombres de la gente en el barrio, que una coma sea la pausa callada que precede al vendaval, involucra el verso, “una salva de geranios”.
En ese sentido todavía existe una cantidad apreciable de analfabetos, que abren la palma de la mano y arrojan una servilleta ebria por las calles, ellos saben qué dicen las calcomanías de las busetas pero se saltan los semáforos y mantienen oprimida la bocina del automóvil, ellos entienden la letra minúscula de los recibos que se deslizan por debajo de la puerta y sin embargo venden el voto.
¿Para qué vamos a erradicar el analfabetismo en Colombia? ¿Para redactar todo tipo de embustes o pronunciar en voz baja un epitafio? ¿Para pasarle lista a los muertos de las páginas de Sucesos y descubrir lo cerca que estuvieron de nosotros? ¿Para poder escrutar la carta del menú en Mc Donalds?
Se escribe y se lee porque una carta perfumada se incendia en la cabeza, y se ha aprendido a ello porque al final de todo el ser por propia reflexión llega a considerarse un ciudadano, para cuando esté viejo vaya a morir con sus nostalgias de tardes en los pueblos, con una maestra que no era sino su madre y un libro que no era sino Nacho.
*Estudiante de Derecho de la Universidad de Cartagena
orolaco@hotmail.com
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