Columna


En mis cuentas, advirtiendo que no soy constitucionalista, esta reforma que se acaba de aprobar es la número 33 que recibe la Constitución, que apenas cumple 21 años de existencia. Ese cúmulo de reformas, un observador distante podría atribuirlo a una afanosa y empecinada búsqueda de perfección institucional. Empero, quienes vivimos la realidad de nuestra política tenemos que admitir que la mayor parte de ellas son el fruto mezquino del desmedido interés en acomodar las instituciones a las conveniencias de los grupos dominantes en el momento.
Ningún problema de fondo se resuelve con las medidas adoptadas. Al contrario se mantienen situaciones inconvenientes y se plasman irritantes desigualdades. ¿Tiene sentido que exista un altísimo tribunal, con sus correspondientes seccionales en todos los departamentos, únicamente para juzgar disciplinariamente, no penalmente, a abogados y servidores de la justicia cuyo número no llega a ser el uno por ciento de la población? Difícil comprender que la conducta de un ministro o de un senador pueda ser objeto de estudio y sanción por la Procuraduría y en cambio no pueda ocurrir lo mismo con la negligencia del abogado que descuidó un litigio.
No me preocupa que un magistrado de cualquiera de las tres altas cortes perdure ocho o doce años en el cargo ni tampoco que pueda desempeñarlo hasta en edad provecta. Pero sí desconcierta que diga la Constitución que hasta los 70 años alguien está en plena capacidad de impartir justicia en los asuntos más complicados que puedan pensarse, que alguien pueda estar legislando sobre arduas y espinosas materias a los noventa años o desempeñarse como Presidente, en tanto que la ley obliga a separar del cargo el maestro, juez u oficinista que cumple 65 años.
Es inconsecuente que como valor constitucional se predique la igualdad de todas las personas ante la ley y luego, en el más alto nivel normativo, se consagren estruendosas discriminaciones. Si el buen juicio hubiese imperado, la reforma habría puesto ese límite de edad para todos o, mejor, hubiese dejado que la ley, acorde con los tiempos, se ocupara del asunto. Pero no, los 70 años tenían que salvar la situación de algunos a quienes el solo aumento de período a doce años no les bastaba para permanecer en el cargo.
La reforma es un avance en la desjudicialización de la justicia. Se ensancha la puerta, abierta desde 1991, para que los órganos del ejecutivo asuman papeles judiciales, esto es, sean los encargados de decidir contiendas entre particulares. Este es un camino peligroso en un país en que, hasta hoy, es imposible concebir que la administración pública obre con absoluta distancia de los comprometimientos de partido o de gobierno. Prefiero un juez sumiso a los precedentes de las cortes que un burócrata atado por las doctrinas transitorias de sus coyunturales superintendes y jefes.
Sobra decir que los congresistas obtuvieron especialísimas prerrogativas en caso de ser sujetos de procesos penales. Ellos mismos se asignaron la paga por su trabajo reformatorio.
Es de esperar que los magistrados de la Corte Constitucional se declaren impedidos para examinar este estatuto, pues en su bandeja lleva para ellos el premio del aumento de período y de edad.

Abogado – Docente Universidad del Sinú – Cartagena

h.hernandez@hernandezypereira.com

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