El día en que el gobernador republicano de la Florida Charlie Crist saludó a Obama cuando inspeccionó los estragos del derrame de petróleo en el golfo, sus copartidarios lo lanzaron a las tinieblas exteriores. Y el día en que aceptó del Gobierono Federal fondos para resolver falencias educativas cuantiosas en el estado, lo repudiaron y le retiraron el respaldo como candidato al Senado en las elecciones de 2010.
Con la tolerancia característica de un demócrata de tuerca y tornillo, y con gratitud y sin mezquindades (la Florida votó por él), Obama repitió el gesto con el actual gobernador, Rick Scott, para que con dineros federales se financiara la construcción de un tren rápido que viajara entre Miami y Orlando. Pero Scott, más guache que digno, rechazó la oferta, y otros cinco estados de la Unión recibieron por quintas partes el bocado presupuestal despreciado por un gobernante que antepuso el sectarismo al interés general.
Crist es la sensatez; Scott, el trogloditismo.
Hoy Crist es un político independiente que escribe una columna semanal en el "Tampa Bay Times". En la del domingo pasado, anunció su respaldo a la reelección de Obama y resaltó que lo hizo porque el presidente "se preocupa más de lo que sus decisiones significan para la gente, que por su suerte política personal. Eso hace de él el líder apropiado para nuestro tiempo, y es por eso por lo que me siento orgulloso de estar hoy a su lado".
Se perdió la oportunidad que brindó la Convención para que los republicanos olvidaran su retórica de choque contra el adversario, y dijeran, ellos y el candidato, lo que necesita para recuperarse la sociedad que el último de sus presidentes entregó descoyuntada desde la cabeza hasta los pies, endeudada hasta los tuétanos y envilecida por la codicia y los vicios. Halagó a las mujeres con corteses reconocimientos a las cinco o seis importantes que lo escuchaban allí, pero no mencionó los derechos de los millones de ellas que se sienten menospreciadas cuando habla por el otro lado de la boca, es decir, cuando se opone a que los tengan.
Prometió el señor Romney crear doce millones de empleos, y la convención estalló en aplausos. Pero no dijo palabra sobre cómo haría el milagro. Se supone que convenciendo a los norteamericanos que ya no recogen cosechas por ningún salario, pues esa labor la cumplen en la actualidad los inmigrantes ilegales a quienes se les paga por caja de tomate, limones o fresas, y muy por debajo de lo que estipulan las leyes laborales de los Estados Unidos. ¿Votarán por él los granjeros republicanos condenados a quedarse sin mano de obra barata?
Otras dos palabras -déficit y deuda- no figuraron en el vocabulario del candidato Romney como problemas que merecen solución. No presentó una sola idea, ni siquiera una fórmula. Se limitó a responsabilizar a Obama de la mano rota de George W. Bush, quien tuvo el buen juicio de no aparecer por Tampa, igual que Sarah Palin, a quien Bárbara Bush le pidió que se quedara en Alaska. De modo que el discurso con el cual se pretendía atraer a la franja de los indecisos, fracasó.
No se descarta, si gana Romney el 6 de noviembre, que el 7 anuncie la construcción de los primeros campos de concentración para los inmigrantes ilegales.
*Columnista
carvibus@yahoo.es
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