Columna


Ruido

ÓSCAR COLLAZOS

24 de marzo de 2012 12:00 AM

ÓSCAR COLLAZOS

24 de marzo de 2012 12:00 AM

Acepto que no se puede hacer nada contra la costumbre de hablar a gritos. Alguna mutación especial debió de haberse producido en el oído de quienes gritan. El hecho es que el dispositivo que regula la intensidad de la voz, que señala cuando se sube o baja, parece desactivado por mutación genética.
Entre los españoles, nadie grita más que los madrileños. Uno piensa que, por el tono alto e imperativo que usan al conversar, en cualquier momento “se van a ir de hostias”, es decir, “a darse en la jeta.” En el Caribe, cuando se discute, pasa lo mismo. La distancia no importa.
Pero una cosa es la manera de hablar y otra hacer ruido. Nuestras ciudades no son, como dijo Carlos Monsiváis, territorios de “la demasiada gente” sino del demasiado ruido. Y aquí mucha gente cree que si no hace ruido, no existe. El ruido ambiente desafía toda razonable medida ambiental. He llegado a pensar que el que no escucha ruidos a su alrededor, cree que el mundo ha muerto.
En estos días almorzaba en un restaurante de comida árabe. Pensé que la bulla era cortesía de la casa. Miré alrededor y me di cuenta de que era la suma de la bulla que hacían los comensales de cada mesa, separados apenas por cincuenta centímetros. Pedí de entrada un tapón de cera en aceite de oliva.
Lo mismo me pasó en un célebre restaurante de la Calle Larga. La bulla humana tenía allí música de fondo que, por supuesto, nadie escuchaba. Cuando le pedí al mesero que la apagara, me dijo que así era como a la gente le gustaba. “La gente es mucha gente”, le dije. “Exclúyame a mí.”
Como en todo lo que se refiere a las costumbres de los pueblos, la cosa es sencilla: se adapta o estrila. No es lo mismo, de todas maneras, con el ruido ambiente, que en Cartagena es agresivo: todo hace demasiado ruido: los buses, los taxis, los carros particulares. En alguna ocasión escribí que el pito parecía un adminículo injertado en el cuerpo de los conductores. Pitan, luego existen.
El pito fue concebido para llamar la atención en situaciones de riesgo. Ya no advierte nada: es como el pastorcito mentiroso: cuando trate de advertir el peligro, todos pensaremos que es por joder. Los taxistas recorren la ciudad pitando. Pero nadie los para porque piten sino porque los necesita. En una cola de vehículos ante un semáforo averiado, todos pitan, como si así pudiera hacerse la luz.
Sé que ha habido grandes debates sobre la cultura del picó y que se ha llegado a conciliaciones extrajudiciales con los picoteros. No me meto en esas honduras. Lo que sí puedo decir es que toda ciudad es un territorio de convivencia democrática donde, gradualmente, se impone mayor respeto al vecino. No hay cultura, por antigua que sea, que vaya en contravía de esta norma.
Celebro que los jóvenes se hayan embarcado en una cruzada contra el ruido. La cruzada debería tener socio legal: hay leyes que controlan y sancionan el uso indebido de ruidos, medidas que trazan una línea entre lo permitido y lo prohibido. Debemos velar para que se cumplan. Mientras tanto, haga usted algo para reducir el intolerable tamaño del ruido.

*Escritor

collazos_oscar@yahoo.es

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