Columna


Ruido en el vecindario

PANTALEÓN NARVÁEZ ARRIETA

04 de mayo de 2012 12:00 AM

PANTALEÓN NARVÁEZ ARRIETA

04 de mayo de 2012 12:00 AM

Quiero saber desde cuándo oír música, con volumen para incomodar a los vecinos, se convirtió en señal de distinción o predominio en el entorno. Me inquieta precisar si los dueños de almacenes, tal vez acogiendo la sugerencia de algún publicista, consideran que poner a sonar música que impide oír, dentro y fuera del establecimiento, garantiza aumentar las ventas. También pretendo conocer cuál es la satisfacción que experimentan los que se encierran en un automotor para escuchar las melodías que amplifica un bafle y que permitiría, a la intemperie y a una distancia de un kilómetro, determinar la ubicación de la fuente.
La música, sin dudas, se desnaturaliza cuando sobrepasa los decibeles que los ambientalistas señalaron como límite para no contaminar, no sólo porque se transforma en ruido que pulveriza el sosiego, sino en instrumento para torturar a quien no está dispuesto a soportarlo, imposibilitándole discernir con coherencia y sacudiéndole las entrañas como si, segundo tras segundo, recibiera un mazazo, del que no puede liberarse aunque intente trasladarse a otro escenario, pues la andanada de la barahúnda lo desorienta, paraliza y le aniquila la sensibilidad para percibir las sutilezas, devolviéndolo a las épocas de la irracionalidad como único recurso para encontrar alivio.
Pero la irracionalidad no la padece solo quien soporta el bullicio. También quien lo provoca. Es que a través del artificio de subir el volumen del equipo de sonido revela su deseo por sacudirse del aburrimiento, despojarse de un pesar, enseñar su alegría o reafirmar un sentimiento, como si el ruido fuera un antídoto contra el martirio o la opción para mostrar júbilo y, el colmo de la obnubilación, los que lo rodean debieran participar en el rito, aunque se trate de una intromisión en las preferencias de los otros, a quienes, aparte de alterarles el ánimo, les desquicia la rutina y les merma rendimiento.
Desprecio por el bienestar de los demás. No obstante pocos se interesan en acabar la perturbación, quizás porque a quien lo intente le recriminan por no entender que el ruido es consecuencia de la modernidad y nadie quiere sentirse fuera de contexto. Pero quienes se obstinan en reimplantar el sosiego en el vecindario no sólo saben de las ventajas de lograrlo, sino que los que lo vulneran tienden a evadir la introspección porque abominan de encontrarse consigo mismos y temen al aburrimiento del silencio, de modo que huyen acudiendo al barullo. Ese es su placer. El barbitúrico que les adormece la conciencia.  
No olvidemos que los esfuerzos del hombre revierten las desgracias. Por eso no podemos callar frente a las agresiones, ni desfallecer en el empeño de alcanzar el comprometimiento de las autoridades, a las que corresponde no sólo educar y convencer a la comunidad de la importancia de no irrespetar a los vecinos, sino reprimir a quienes las desoigan. Las tentativas por aminorar el ruido redundarán en beneficio de una convivencia que nos dará agrado y permitirá eliminar de nuestro inventario la pesadilla del fin de semana, convirtiendo a la ciudad en el vividero que hemos idealizado.  

*Abogado y profesor universitario.

noelatierra@hotmail.com

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