Es indudable que la vida política colombiana, el Estado mismo, requieren un cambio de fundamento, dirección, y propósitos que defina de una vez por toda la sociedad que queremos.
Siglos y siglos de guerras y leyes, apenas si trajeron al país y sus poblaciones a estos tiempos de descreimiento y oprobio.
¿Qué ocurre con el ser humano que por sí mismo no puede dejar de matar, robar, en definitiva vivir en paz y dedicarse a una aventura de realización personal plausible?
El intento de adherir a ideales que propugnan la vida en colectividad y que fueran realizables se canalizó, por lo general, mediante los partidos políticos. Existió un empeño razonable por diferenciar sus acciones, sus reglas éticas de las que regían la religión. Así se abría un espacio a la constitución de lo público y se reservaba otro, el de las creencias y la fe, a lo íntimo o privado. La confusión de lo uno y lo otro, su promiscuidad, lo terreno y el cielo, ha sido causa de impiedad y desventura histórica.
Pareciera hoy que el mundo asiste a un forzado ejercicio de psicoanálisis. Como si un duende abriera el sumidero de las desvergüenzas, los actos reprochables, los quebrantos cínicos. Y empezara a salir cuanto demonio encontró un cómodo infierno en la insensibilidad de los criminales sin culpa. De esa antigua banda cuyo designio es el delirio de los atesoramientos exorbitantes.
El inventario de las desgracias que salen a flote, tanto de los partidos como de las órdenes o sectas, permite en el balance aceptar un penoso fracaso. Los gritos con los cuales se daban vítores a un partido, a un santo, a Cristo, quedaron en el silencio de un pasado distante.
La inconformidad que recorre el mundo es encarnada por los jóvenes. Tal vez sea su edad la única seña que los vincula. No presentan programas ambiciosos de reforma. Ni se organizan de manera novedosa. Lo que piden es elemental: empleo, que los estafadores financieros respondan, educación, honradez.
Algunos analistas observan en este peregrinaje por calles y plazas, sin manifiestos ni personerías jurídicas, sin derechos de petición ni demandas legales, sin teorías de la transformación, una muestra de debilidad, de efímero espontaneísmo.
Podría pensarse, también, que el adiós a los padres implicó una ruptura o abandono con la vieja tradición, náufraga, en la cual ellos sobrevivieron. Unos con digna austeridad. Otros con arrebatado sectarismo.
Para atender esta crisis, de una hondura inexplorada y cuyas acumulaciones la tensionan más, no basta un Estado indeciso. Ella es uno de los retos que con crueldad gravita sobre los jóvenes candidatos a las alcaldías.
La alcaldía de la capital del país es la que atrae a un mayor número de jóvenes aspirantes. Esto es excepcional. Como conjeturó uno de ellos, David Luna, la muerte de Luis Carlos Galán apartó a los muchachos de la política. O quién sabe si prefieren abolir el pasado y enfrentar la actualidad sin modelos, con una conmovedora buena fe.
¿Qué tal si dejamos vacantes los concejos y probamos una alcaldía colegiada? ¿Se imaginan a Bogotá D.C con Petro, Parody y Suárez? Y otras donde tres serán peor que nueve concejos. Al Dios optimista le bastaba un justo en Sodoma.
*Escritor
rburgosc@postofficecowboys.com
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