Columna


El presidente Santos ve bien a esta Colombia descuadernada. Ni siquiera la guerrilla constituye preocupación. “Cualquiera que sintonice en estos días un noticiero en la televisión o la radio seguramente pensará que estamos en crisis, en un momento difícil de la nación”, dice el Presidente, dejando a las claras que en su pensamiento toda va bien.
Esta sola expresión es suficiente para que el país experimente sobresalto. Para el Presidente poca importancia reviste que la presencia del Estado sea rechazada al tiempo por los insurrectos y por habitantes pacíficos; poco significado tiene que el Ejército sea humillado y sus miembros aprisionados por multitudes en franca asonada; ninguna relevancia le atribuye a que el Gobierno con sus ministros, la inmensa mayoría del Congreso y algunos altos magistrados, en impúdico concierto, hayan logrado una reforma constitucional a la justicia que repartía favores y dádivas a los altos jueces al tiempo que tejía un amplio y confortable manto de impunidad para sobresalientes figuras políticas; y, jactancioso, se felicita porque, ante el repudio general, el remedio aplicado haya sido la violación deliberada de la Constitución por Gobierno y Congreso.
Es evidente que la tan afamada Constitución del 91 se encuentra maltrecha. Es desconocida por todas las ramas del poder público, incluidas las altas cortes, como se ha puesto de presente en distintos episodios infaustos. Sus virtudes más invocadas, como la tutela y la imbricación de funciones de las distintas ramas, han servido para desparramar corrupción y desinstitucionalización; sus normas correctivas de viejos vicios del régimen han sido superadas por reformas moldeadas conforme a los intereses de las mayorías del momento; el costoso régimen electoral ofrece escasa confiabilidad; la fiscalía se ha diluido en manejos sesgados y en alardes de personalismos de sus sucesivas cabezas, mientras la corrupción campea y la verdadera justicia se torna escasa; y la administración pública en general sirve los intereses de los detentadores del poder político, hábiles en trasladar a sus bolsillos los fondos públicos.
El panorama del país es muy grave. Que nos hayamos acostumbrado a malas prácticas y que las conveniencias personales o de partido nos lleven a callar, a disimular o a transmutar las fallas del sistema es distinto. Cualquier ciudadano puede percibir que los poderes públicos, en buena medida, han sido cooptados por una clase sin freno alguno en la codicia de poder personal y de recursos públicos. El Estado ha sido puesto al servicio de un pequeño grupo de ciudadanos, con detrimento de los valores públicos esenciales y de los intereses fundamentales de la nación. Colombia está prisionera de una oligarquía displicente con la ética.
El ufano Presidente recuerda su lejana época de marino para repetir el memorizado canon según el cual “la primera condición del buen navegante es tener claro el puerto de destino”. ¿Y cuál es el de su gobierno, señor Santos? De lo visto y vivido por los colombianos no parece que al Presidente lo desvele el afán de recomponer la marcha del Estado. Más bien parece a gusto con lo que sucede, y sólo le preocupa que su alianza con los partidos políticos que copan el escenario sea perdurable. El interés político coyuntural prevalece sobre el bien común.

* Abogado – Docente de la Universidad del Sinú – Cartagena

h.hernandez@hernandezypereira.com

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