Ayer me enteré que Dubis no fue a vender helados. Me la imaginaba tomándose unas vacaciones en su casa leyendo a Dostoievski como siempre me dijo que quería hacer, luego de largos años estirando su brazo para arrancar esferas dobles de la cajeta donde estaba inmutable al sol de mediodía el helado de lulo. Pero supe después que aquel barrio del que tanto me hablaba Dubis, en el que yo suponía panaderías de otro siglo con roscones del tamaño de un neumático y carritos de piñata convertidos en Ferraris, se había inundado por completo.
No había caído en cuenta de la espesa forma del cielo en estos días, de la nata náutica que estaba y que iría precipitándose lentamente sobre la ruina de las personas, humedeciendo maderas, derritiendo el barro, despeñando piedras, remolcando chancletas sin par, tocando el concierto del fin del mundo en la ventana del barrio de Dubis mientras muchos abríamos un paraguas y disfrutábamos de la lluvia.
Me gustaría creer que los conceptos aplicados a la física contemporánea también estuvieran disponibles para una mala idea: que al igual que la materia, ciertas situaciones mentales tuviesen un coeficiente de rozamiento que las hiciese desaparecer de los besos que se dan mis neuronas, todo porque he pensado en ellas tantas veces. En fin, me engaño especulando que alguna tarde voy a encontrar un punto de unión entre ciertas ecuaciones del pasado con los bolsillos que tiene cosido el alma a un jean de brisas silvestres.
Así pueda pensar en la miseria de las familias en el Coliseo de Combate y el constante olor a mierda que flota sobre el recuerdo inservible de una casa secuestrada por el agua, de un patio ahorcado por la lluvia y de barcos que no eran sino colchones navegando en la carretera. Así pueda pensarlo todo para desgastarlo. En los relojeros que no estarán sobre el andén a la salida de la plazoleta, deteniendo secretamente el tiempo con el propósito de evitar las habitaciones vacantes del estómago en la temporada del almuerzo. En el mosquito que tendrá la maldición de incubar sus gusarapos en el portalápiz de una niña con neumonía.
De ese modo las cosas buenas vendrían por sorpresa, no vaya a ser que se le dé mucha vuelta al asunto hasta que ya no exista el asunto. Sin embargo, el mundo entero se convertiría en una sociedad negativa, llena de electrones, y todos terminaríamos por recibir lo que nunca habíamos esperado, en el supuesto de que los sueños son asteroides accidentales sobre la atmósfera miserable de nuestras vidas.
“Ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima”, alcanzo a decir antes de dormirme. Tengo la intención frustrada de sacarle la hipotenusa a un callejón de la Universidad, y que el resultado esté adyacente al grafiti de algún fantasma. Sólo entonces procuro que se esfume todo pensando.
*Estudiante de Derecho de la Universidad de Cartagena
orolaco@hotmail.com
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