Columna


Una residencia en el extranjero

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

28 de marzo de 2012 12:00 AM

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

28 de marzo de 2012 12:00 AM

Con la Cumbre de las Américas arreglan y pavimentan las calles, se desaparecen a los gamines, aumentan la seguridad como nunca se ha visto en todo el año sólo para impresionar al extranjero, para aparentar un supuesto orden o control sobre este territorio en escombros que nunca han podido sacar adelante. Surge la pregunta: ¿a quiénes son a los que el Estado tiene que impresionar, a los funcionarios de otras naciones o a la gente que se desvive con la miseria de la cual son responsables? Es tan obvia la respuesta que nuestra falta de protesta parece una forma de masoquismo. 
Ellos proponen barrerlo todo hasta que llegue el día en que el Centro de la ciudad se haga un museo inhabitable, una residencia en el extranjero, y la nostalgia de lo que antes estaba sea la única materia que nos quede, construida y remendada por las siguientes generaciones como un recuerdo triste de nuestro silencio frente a los actos del Estado. Y será tarde cuando busquemos con desesperación a las remontadoras de calzado y no las encontremos, que sean algo menos que un fantasma en la acera, un espacio vacío sobre el pavimento de nadie. Limpiar y mudar a nuestra gente hasta que ya no volvamos a ver al mercader informal de las cartillas de Nacho donde tantas veces se vieron llegar a los analfabetos con vergüenza o espanto ante el lenguaje. Echar al contador de chistes vulgares porque su vocabulario desacredita nuestra educación europea, purgar a las calles y a las plazas para que en un futuro suframos la agonía de querer hallar lo que se ha perdido para siempre: el manguero, el extraño mundo del vendedor de repuestos para la licuadora, el refresco de tamarindo y su ñapa, las vendedoras de minutos, la ternura miserable de los perros callejeros.
Pienso a veces que es cuestión de estética elitista, que las clases dominantes de esta ciudad quieren ver a Europa en estas calles, les repugna cada imaginario urbano que han desarrollado las comunidades más pobres con la última reserva de su dignidad: su cultura. Les parece grosero que exista un callejón entero lleno de relojeros en cuyas chazas de madera podrida anida el tiempo astillado de otros días, pero las mesas de los restaurantes lujosos en las plazas sí les parecen bellas. Siento que han malinterpretado la belleza y creen sin duda que las cocteleras, la señora del incienso, el hombre del patacón o la falsa gitana de las manillas son estorbos y porquerías en su modelo de Cartagena europeizada. Y aunque sepa que en el viejo continente existe un desarrollo innegable, estoy seguro de que la aristocracia trasnochada de la Heroica no es capaz de edificar algo diferente a una mala copia, por eso lavan las calles y esconden a la misma gente que es víctima de su corrupción, la ocultan porque afea la ciudad ante los extranjeros.
Pero de todo lo que han hecho para hacerla bella, se les olvidó que por fuera de nuestra historia mal contada, habita la identidad del cartagenero que florece en los barrios olvidados entre las chanclas tres puntadas, el buen tóxico con panes y el aire cargado con las irreverentes notas de una champeta.

*Estudiante de literatura de la Universidad de Cartagena

orolaco@hotmail.com

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