La pobre Whitney Houston murió diezmada por las drogas y el alcohol, suscitando conmiseración y lástima. Nada le faltaba: ni belleza, ni dinero, ni fama, ni hijos, ni la admiración que le granjeaban su voz y sus actuaciones en los proscenios y en la pantalla. Le sobró un marido que fue el responsable de su degradación. Por eso, tal vez, lo mandó a freír espárragos, pero ya el daño estaba hecho.
La desdicha de Houston vuelve a ser tema de debate en relación con los estragos de la producción de narcóticos. Los desarrollos de la discusión se centran tanto en las implicaciones que la comercialización de las sustancias controladas tiene en la política y la deslegitimación del Estado, que se descuida el daño social que el consumo arroja en los farmacodependientes. Cada día, sin embargo, se vuelven más amenazantes los retos que plantea la cultura narco.
Uno de esos retos es que parece que no hubiera fuerza humana que amuralle la integridad física (la salud) de quienes son sensibles a la seducción del vicio. Ambientes como el de la farándula son propicios para que la voluntad sucumba a los estímulos que alucinan. Lo peor es que los antecedentes –genios y sabios vencidos por los psicotrópicos– no pellizcan ni ejemplarizan a la hora de sortear las tentaciones.
¿No hay, entonces, principios bien arraigados, ni fe religiosa, ni educación, ni frenos espirituales que condicionen la conducta al momento de elegir entre la ponderación y la enajenación? ¿O es que la razón se les escabulle a las intuiciones universales? ¿O que, ya que no se legaliza la droga, el hombre se rinde ante la necesidad de expandir una conciencia capaz de destruir, con una ética de nuevos valores, la inconciencia del tráfico y las adicciones?
Dicen que existe un problema histórico fundamental en cada tiempo –un siglo, una generación, una década, un lustro– y una angustia en cada voz. El problema de nuestro tiempo es la angustia de sentirnos impotentes cuando las realidades de la vida nos trascienden y las eludimos en lugar de enfrentarlas a palo seco, sin escapes que nos envilezcan y nos anulen el caletre. Whitney Houston fue otra víctima de esa fuga de sí misma.
Ya muerta, como si la asediara un designio diabólico, se la apropió el torbellino de la sociedad del espectáculo. Por una foto de su cadáver, National Enquirer le llenó las petacas a un paparazzi que la tomó con la complicidad remunerada de alguien en la Funeraria del velatorio, y su propia familia invirtió medio millón de dólares en una ceremonia transmitida por televisión e internet, de seguro que no sólo por despedirla como lo merecía, sino para que el lucro póstumo de su arte se asemejara a los de Elvis Presley, John Lennon y Michael Jackson.
Así vivió y murió la traumatizada y depresiva Whitney Houston, oprimida por el vicio en la flor de su vida y enterrada con los morbos que alimentan la codicia. Ya su ex marido, Bobby Brown, tiene urdido un libro -literatura de caneca– y las disqueras se preparan para hacer leña con las regrabaciones de “I will always love you” y los demás éxitos de su espléndida carrera. Su hija, entre tanto, se despeña también por el precipicio de las drogas, abatida entre los premios, las glorias y los padecimientos de una madre infortunada.
*Columnista
carvibus@yahoo.es
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