Ante el anuncio de que el presidente Obama presentaría un plan de incentivos económicos con el fin de generar empleos, hubo un brote instantáneo de insensatez política del presidente de la Cámara: sin saber todavía cuáles eran los aspectos del proyecto: declaró que él y su partido no lo aprobarían. Era la reacción de un sectario y no de un representante del pueblo norteamericano, de un fanático y no de un dirigente reflexivo.
El discurso fue la pieza de un auténtico jefe de Estado, de un demócrata convencido y de un patriota que antepone las urgencias de su país a las conveniencias de todos los partidos. Por eso, su petición al Congreso apuntó más a los oídos de los norteamericanos que a la intransigencia de la mayoría parlamentaria de la Cámara baja, con el objeto de que el pueblo pusiera en un plato de la balanza la palabra de su presidente y en el otro la actitud obsesiva de unos manipuladores electorales que piensan únicamente, con la ayuda de anteojeras, en la próxima elección.
El primero en decir, tan pronto habló Obama, que las palabras del presidente ameritaban la consideración del Congreso fue el Speaker of the House, el señor John Boehner, pues su estrategia y la de sus conmilitones había quedado al desnudo cuando el orador pidió que cambiaran las carpas del circo por un enfoque serio de la crítica situación de los Estados Unidos y del mundo. En efecto, la crisis, heredada de los desastres del señor Bush por sus desenfrenos con dos guerras inútiles y costosas, no es propiamente un partido de futbol americano. Es una calamidad que, de causar nuevas explosiones, acarrearía consecuencias universales.
Ahora bien, ¿entenderá el pueblo norteamericano el dilema planteado por su presidente? ¿Comprenderá que el momento histórico que vive su país requiere la unión de todos sus sectores en torno de un gobierno que no puede hacer milagros, sino tomar decisiones con la colaboración de todos los partidos y las clases de una sociedad tan heterogénea?
En noviembre del año pasado no lo comprendió así, y dificultó, con una votación que benefició a los responsables de la recesión, el funcionamiento de los mecanismos institucionales, es decir, la marcha armónica entre Gobierno y Congreso para que las fórmulas de solución se aprobaran con fluidez y sin las retaliaciones que una mayoría obstructora derrama sobre la nación con fines y objetivos que sólo perjudican a la masa de ciudadanos que han quedado sin empleo, sin vivienda o sin la realización del sueño que tuvieron al abrigo de la primera potencia económica del planeta.
Si en la Casa Blanca continúa el norteamericano que escogieron los electores por una mayoría que jamás imaginó nadie que obtendría un candidato de color, sería infamante dejarlo a la deriva, sin Congreso y sin pueblo, por motivos políticos, por racismo -que lo hay aún allá- o porque una minoría de neonazis aliada con los multimillonarios que no pagan impuestos, ni para financiar las guerras que provocan, se amaciza con el sistema y sus ventajas en procura de propósitos inconfesables.
¡Qué diría Tocqueville más de siglo y medio después de haberse fascinado con la democracia norteamericana!
*Columnista y profesor universitario
carvibus@yahoo.es
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