Regional


Cuando la concertación prima sobre la violencia

UBALDO MANUEL DÍAZ

31 de mayo de 2009 12:01 AM

Arcadia es un caserío con casas de techos de zinc perdido y desperdigado en las estribaciones de la serranía de San Lucas, en el Sur de Bolívar, en jurisdicción de Morales. En sus calles polvorientas, bajo un sol abrasador, los niños, desarrapados y greñudos, juegan a la guerra. Este caserío es paso obligado al pequeño pueblo de Micoahumado, corregimiento de Morales, conocido por la guerra cruzada que aún se libra entre grupos de izquierda y derecha, el minado de su territorio y por su exitosa asamblea constituyente. En palabras de José Pérez, “Arcadia es el único pueblo del mundo donde sus habitantes han aprendido a concertar hasta con el diablo”, por la violencia que durante décadas ha golpeado esta neurálgica zona del Sur de Bolívar. Prueba de ello fue lo que presencié el día que pasé por ahí. Sus habitantes horneaban un becerro para ofrecerlo en oblación a un comerciante de leche. Según Amada Pérez, una mujer enjuta con su rostro tostado por el sol y una sonrisa maliciosa, la idea era que después del banquete suculento, de los eructos, de los palillos en los dientes y de la acción de gracias, algunos habitantes de este remoto caserío le presentaban al comerciante un pliego de peticiones y entre los puntos principales estaría el de aumentar el valor en el litro de leche, que ellos le vendían. Con esa lección de malicia indígena y de supervivencia proseguí el camino hacia Micoahumado. CAMINANTE NO HAY CAMINO En medio de una vegetación con tonalidades entre el verde y el marrón, pasando por el amarillo de algunas flores, por una trocha centenaria arribé a un punto llamado la capilla. En ese sitio el vehículo que me transportaba a mí y a otros hombres y mujeres no dio más. Se varó. Buscamos la señal de celular en medio del rastrojo para que nos enviaran transporte. Al cabo de una hora, aparecieron dos motos, una de ellas conducida por un hombre moreno, con estampa de futbolista, en cuya dicción siempre omitía la letra “S”, al que su compañero de oficio, quien le apodaba con acierto “Culepato”. Me subí a la moto vieja del hombre de rasgos patunos, quien sin respetar las leyes físicas pasó a toda velocidad por encima de huecos, piedras, palos, promontorios, hasta que casi con los riñones en las manos avistamos Micoahumado. En el último recodo de la vía una enorme valla con las doce estrellitas de la Unión Europea nos cerraba el paso: “Laboratorio de paz, la Asamblea Constituyente les da la bienvenida”. Ahí estaba Micoahumado, un pueblo más reconocido en Europa que en Colombia, por todo el proceso de resistencia civil que sus pobladores han emprendido. En la lejanía se divisaba imponente la teta de la serranía de San Lucas, donde el 28 de diciembre de 1998, Día de los Inocentes, las Farc hicieron la más cruenta incursión militar al campamento del menor de la trinidad de los Castaños. Los primeros pobladores que colonizaron estas tierras, se perdieron en medio de la manigua. Asediados por esta vorágine no les quedó otro recurso que ahumar micos. De ahí el nombre de este pueblo. Hoy es un caserío atravesado por dos calles principales, un puesto de salud, una escuela, al final de una de estas calles, mulas, caballos y burros taciturnos esperan bajo la sombra de árboles a sus amos para el regreso a la serranía. El éxodo masivo de pobladores en los años 60 y 70 hacía estas tierras dio origen al más impresionante híbrido cultural. Por décadas han convivido paisas, santandereanos, costeños y boyacenses. Por eso es normal ver en el comercio añorados nombres como: “cacharrería Jaramillo”, “Panadería Zapatoca”, “Miscelánea El Junior”. A la izquierda de esta calle principal en una descolorida valla se alcanza a leer un letrero de la organización femenina popular: “!No parimos hijos para la guerra!”. Una de las cantinas vomita un ritmo de música popular donde el artista de turno le recuerda la progenitora a otro, enseñándole cómo es que se canta. De uno de esos billares atestado de hombres se escucha el tintineo de carambolas y una que otra palabrota de júbilo soltada por los tahúres. ASAMBLEA CONSTITUYENTE El 14 de marzo del año 2003, amaneció un cielo encapotado sobre la población de Micoahumado. Una llovizna gris caía sobre los techos de zinc. Ese día los pobladores se levantaron con el firme propósito de decirle no más a los violentos. Esto ocurrió después de la más feroz incursión paramilitar del 2 de diciembre del 2002. Con el saqueo al comercio, 11 casas incendiadas y el desplazamiento de muchos de sus habitantes. Cuarenta y cinco días duró el sitio al caserío con el agravante que en un cerro cercano los elenos habían minado la bocatoma del acueducto y cortado el servicio del agua. “Esta ha sido una población parida en medio del conflicto”, me dice Jorge Esquivel, un campesino delgado y maltratado por la violencia. “Es una región abandonada por el Estado, menos por los grupos violentos”, recalca este humilde hombre. En esta población es muy sonado el caso que sucedió en una vereda llamada Boca de la Honda. Ese día un comandante paramilitar reunió a todos los habitantes en una plaza bajo un sol canicular, los tuvo ahí por varias horas hasta el desmayo. Luego les señaló una imagen de la virgen que estaba el lado de la plaza y les dijo: “será que ella tampoco siente el sol, el calor” y con una orden perentoria les ordenó construir un techo para dicha imagen. “Fueron épocas duras. Yo creo que si los muertos hubieran resucitado, al salir de sus tumbas hubieran caído otra vez porque hasta el cementerio estaba minado”, recalca Marina Salgado. Ese día 14 de marzo fue histórico para los habitantes de Micoahumado, se levantaron en resistencia civil e iniciaron los diálogos de paz con los grupos armados ilegales. Esta iniciativa fue acompañada por la Diócesis de Magangué en cabeza de su Obispo Jorge Leonardo Gómez Serna y el sacerdote Joaquín Mayorga, hoy condenado al ostracismo. Estos religiosos traían la experiencia del municipio de Mogotes (Santander), cuando en 1997 después de una toma guerrillera y el secuestro de su alcalde, el pueblo se declaró en resistencia civil, dando origen a la primera asamblea constituyente en el país. EN MEDIO DE UNA SESIÓN El día de mi estadía en esta población coincidía con una sesión ordinaria de la asamblea. En un amplio salón con paredes desnudas pendía la tricolor nacional acompañada de una bandera blanca. La asamblea está constituida por un comité operativo de 13 personas entre ellos los 9 representantes de las veredas La Caoba, El Progreso, Guasimal, Conformidad, Media Banda, Honda Baja, Chiquillo, y El Reflejo. Sesionan ordinariamente cada mes. La agenda de ese día era hacerle seguimiento a algunos proyectos productivos y colocar una multa a un borrachito que había hecho escándalo el fin de semana anterior. Un hombre aindiado de sombrero y poncho con un bigote montaraz abrió la sesión con la invocación al creador, seguido del himno nacional y el famoso canto “Buenas Nuevas” que es el himno de todas las asambleas constituyentes. Ahí en esa sesión entre otras cosas se presentaron varias organizaciones como la Asociación de Pequeños Productores de Micoahumado (Asopromic) y la Asociación de Pequeños Productores de Café (Asocafemic). Un niño entró sigilosamente a la asamblea y le susurró algo al oído al del bigote montaraz. El borrachito hace su aparición, cabizbajo en señal de penitencia, haciendo promesas y colocando como juramento este mundo y el otro que se va a portar bien. Pero la asamblea le ha puesto una reparación: Dos bolsas de cemento para las obras comunitarias. Me quedo pensando en esto y me digo que ojalá así sean todas las faltas que cometiéramos los colombianos. Así termina nuestra visita a este pueblo, por la noche miro a sus habitantes sonreír por sus calles, no han perdido la esperanza. Esto me da la certeza que todavía es posible la paz y la convivencia entre los colombianos. * Sacerdote. Párroco de Regidor. Escribe crónicas y reportajes en algunos diarios del país.

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