Llegaba muy temprano y afilaba su lápiz, recortaba con precisión tres cartones y se sentaba a convertir las noticias que más le impactaban de Cartagena, del país y del mundo, en tres caricaturas.
El trazo a lápiz luego era suplantado en tinta china. El texto que realizaba a lápiz buscaba, como en el dibujo, la síntesis. Un rostro podía ser resuelto en pocas líneas. El humor se concretaba en líneas y palabras. De tanto dibujar, aquel ser delgado y lenguaraz, mordaz y observador de esquinas y plazas, aquel muchacho bembón de las barriadas de Cartagena, terminó pareciéndose a su creador. El Panti apareció por primera vez en octubre de 1967 en las páginas de El Universal. (Ver video homenaje al Panti)
Se parecían físicamente, pero eran distintos y distantes en el temperamento. Mientras su personaje era dicharachero y bullanguero, Jorge era tímido, callado, introvertido, de pocas palabras. A veces cuando lo encontrábamos en la calle y lo saludábamos: Ajá Panti, él sentía un inmenso pudor de hacerse visible y público. Y se escurría en el paisaje. El Panti solo salía a flote en travesuras verbales cuando se bebía unos tragos con los amigos.
Era una criatura de contrastes. Asistía a Alcohólicos Anónimos para enfrentar la tentación de la bebida y se brindaba en la Catedral de Cartagena a leer algunos pasajes de La Biblia en las misas. Jorge era uno de los discretos y sabios conocedores de la problemática social de Cartagena, y su tarea diaria de caricaturista pese a ser una crítica permanente suscitaba sonrisas, carcajadas y pensamientos incluso a quienes quienes criticaba con humor. (Lea: La caricatura que no se borra)
No se dejó seducir jamás por las nuevas tecnologías. Su ingenio lo hacía a lápiz. Mientras otros caricaturistas escaneaban su firma y trabajan sobre cartones virtuales, Jorge prefería hacerlo de manera manual. Su escritorio parecía el taller de un arquitecto. Tenía siempre unos lápices a punto de afilar, unos borradores, un cortapapel, una regla, una colección de cartones blancos que ya había guillotinado previendo las noventa caricaturas que haría al mes. Y en los cajones de su escritorio un diario personal en el que describía sus estados anímicos y su visión personal de Dios y de los acontecimientos éticos y morales. Lo que describía de sí mismo era el retrato de un alma franciscana que no se apega a nada ni a nadie, solo a la voluntad divina.
Lamentaba que en los últimos meses no pudiera beberse ese café dulce y caliente de las mañanas porque el médico se lo había prohibido por su artritis. Cuando soltaba su monosílabo ¡jua! ya sabíamos de dónde venía y qué batallas había librado en su soledad frente al alcohol. Estaba feliz en los últimos años porque había ganado la batalla.
Tres caricaturas lo estaban esperando.
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