“El manejo del color es algo muy delicado”, me dijo por teléfono el maestro Nereo López. Segundos antes yo me había presentado como una “conocida de Gustavo Tatis”, quien generosamente me había dado sus coordenadas cuando supo que viajaría a Nueva York a una feria de fotografía. “Maestro, le traje una copia de un catálogo que el FICCI y la Alcaldía de Bogotá me acaban de publicar. Si no le importa, me gustaría entregárselo en persona para que conozca mi trabajo”, le dije con mucho respeto pero también con mucha ignorancia. Si hubiera sabido que estaba hablando con uno de los hijos y de los ojos más lúcidos del Caribe colombiano tal vez no me habría atrevido siquiera a marcar su número. Sin embargo, con una sencillez que me dejó perpleja, el maestro agradeció el gesto y a continuación me preguntó: “Ese catálogo está impreso en color o en blanco y negro?”.
Me citó en la estación de metro, Rockefeller Center, a las 2:30 pm. Como no nos conocíamos ambos decidimos hacernos más visibles que de costumbre. Él se pondría una camisa amarilla y yo un collar precolombino. Puntualísimo bajó del tren a la hora acordada. Yo, sin embargo, en mi habitual acelere había llegado a la estación media hora antes, había preguntado cuál era el andén donde venía el tren del norte e incluso había abordado a un par de señores con camisa amarilla.
El encuentro con el maestro fue de lo más entrañable. Cuando finalmente nos reconocimos lo abracé con ternura, como si se tratara de mi abuelo. Me contó que en el vagón venía una joven con la que -según dijo- habían hecho un “cambio de luces”, pero al final él se había tenido que bajar para cumplirme la cita. No supe intuir si aquella anécdota era, más bien, una indirecta para decirme que a pesar de sus años seguía admirando la belleza de la vida, si era un chiste en clave caribe o si había sido un hecho objetivo y verificable. Me recordó, eso sí, las historias sobre Papío, mi abuelo, quien hasta antes de caer enfermo a sus ochenta y pico de años conservó intacto el gusto por las mujeres.
Fuimos a almorzar a un restaurante de comida mexicana y colombiana, en el Midtown de Manhattan. Noté algo de nostalgia cuando empezó a contarme por qué se había ido de Colombia y por qué había decidido vivir en una ciudad tan cosmopolita y, a la vez, tan dura, tan cruel, tan intensa. Solo diré al respecto que para bien o para mal nacimos en un país que muchas veces obliga a sus artistas e intelectuales a optar por un exilio voluntario. Y que, tal vez por eso mismo, las nuevas generaciones no conocen a quienes han hecho enormes contribuciones al patrimonio material e inmaterial de Colombia. Soy la primera en incluirme.
También hablamos de temas mucho más alegres y esperanzadores. Me contó que a sus noventa años seguía trabajando con entusiasmo en su recientemente adquirido iMac y explorando las maravillas del Photoshop. Prometimos escribirnos para intercambiar tips y trucos, para contarnos sobre los proyectos de cada uno. Y así fue durante los siguientes 3 años, hasta el 26 de agosto de 2014, que fue nuestra última comunicación. Me permito reseñar ese cruce de correos porque expresa su sencillez y esa calidez que solo tienen los grandes seres humanos:
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