Cultural


Franz Kafka en cuarentena

Su monumental novela ‘La metamorfosis’ es uno de los libros que cambió la percepción de la realidad en la ficción o la ficción en la realidad.

GUSTAVO TATIS GUERRA

06 de abril de 2020 07:55 AM

Lo más parecido a lo que nos ocurre ahora puede pasar en la brevísima pero monumental novela ‘La metamorfosis’, de Franz Kafka (Praga, 1883-Kierlin, 1924), escrita a sus 29 años, una de las novelas modernas que cambió la percepción de la realidad en la ficción o la ficción en la realidad. Fue escrita en noviembre de 1912 y publicada en 1915.

Kafka solía escribir de noche hasta más allá de la medianoche. Muchos de sus cuentos y novelas los escribió en incontables madrugadas de su vida, en que lo sorprendió la luz del amanecer escribiendo sin dormir. Kafka empezó a escribir a sus 19 años. Era un hombre delgado, enfermizo, frágil, ensimismado, el hijo de Hermann Kafka, un hombre autoritario que obligó al hijo a estudiar leyes contra su voluntad. Julie Kafková, su madre, era una criatura tierna y sometida a la dureza del esposo. Franz sufría de asma y murió de tuberculosis. El joven escritor trabajó junto a su padre en una oficina de abogados que se ocupaban de los seguros de los accidentes de trabajo. Como abogado el escritor siempre defendió los intereses de los empleados y muchas veces estableció relación y defensa de los accidentados, incluso, en contra de los intereses del padre. La rebeldía del escritor contra su padre es contada en su célebre “Carta al padre”, que jamás llegó a las manos de su padre, y en el que el hijo cumple la implacable tarea de juez acusador ante Hermann Kafka. Más allá del aparente odio filial y de la dramática descripción de los episodios vividos con un padre tirano, los estudiosos de la obra creen que detrás de todo se revela no solo el complejo de Edipo del escritor sino la visión desencantada y absurda del mundo que le tocó vivir.

Su gran obra

Al releer la novela ‘La metamorfosis’, nos encontramos un retrato del alter ego de Kafka en su personaje Gregorio Samsa quien “en una mañana, tras un sueño intranquilo, se despertó convertido en un monstruoso insecto”. Ese no solo su propio retrato sino el retrato anticipado de la degradación de la condición humana, la aberración de la soledad y el desprecio del hombre empleado que ha dejado de ser productivo tanto para la familia como para la sociedad. Es el hombre que al perder su trabajo con el que mantiene a sus padres jubilados y a su hermana que estudia música, empieza a ser un cero a la izquierda, y empieza a sentirse “un monstruoso insecto” tanto para los ojos de los suyos, de su empleador y de la sociedad en general. Samsa era un viajante de comercio, que la noche antes de convertirse en insecto tiene una fiebre con delirios que le impide ir a trabajar. El jefe va a buscarlo a su casa, pero él no tiene fuerzas para levantarse porque se ha producido una extraña metamorfosis dentro y fuera de él. Es el despojo del ser que se siente en el abismo. Los padres le reclaman junto al jefe, pero él ya no puede levantarse porque se ha convertido en un monstruoso insecto. Y Kafka nos describe esa metamorfosis con una exacta, genial y desquiciante verosimilitud que sacude a sus lectores. Ahora sus piernas son unas numerosas patas “penosamente delgadas, en comparación con el grosor normal de sus piernas”.

Su habitación era pequeña y sobre su mesa tenía un muestrario de paños, y sobre la pared, la foto recortada de una revista en la que hay una bella mujer con gorro de pieles, envuelta en una estola de pieles, y un manguito de piel, que no dejaba ver su antebrazo. En la pared de frente, Gregorio tenía una foto suya con uniforme de teniente. La mano en el puño de una espada, “sonriendo despreocupadamente, con un aire que parecía exigir respeto para su uniforme y su actitud”. Era una foto de su paso por el servicio militar. Tras el alféizar de la ventana la neblina del paisaje y unas gotas de lluvia que caían. Sobre un baúl estaba su despertador. En todo momento el personaje se queja porque desde hace cinco años su trabajo es viajar y viajar, pero esta vez desea estar allí quieto y confinado en su propio cuarto en el que ya no será el mismo, como en una cuarentena atroz. Tanto viajar y dormir poco lo tiene abrumado. Pero en aquella madrugada, el tren pasaba a las cinco, solo desea tener el dinero que requiere para pagar las deudas de sus padres. En todo el tiempo del trabajo nunca se había enfermado. Pensó en la cama que “lo más sensato era arriesgarlo todo, aunque solo tuviera una mínima oportunidad”, pero luego, reflexionó y recordó que “meditar serenamente era mejor que tomar decisiones drásticas”. El gerente se pregunta junto a los padres por qué Gregorio, quien, en cinco años, jamás perdió el tren de las cinco lo ha dejado perder esta vez. La madre especula que debe estar enfermo su hijo y le cuenta al gerente que en ocho días que ha estado en la casa jamás ha salido a la calle, solo se sienta con los padres a la mesa, lee el periódico en silencio y estudia los itinerarios de sus viajes. “Su única distracción es la carpintería”, dice la madre. “En dos o tres tardes ha tallado un marquito”. El gerente regaña a Gregorio porque contesta con monosílabos y se ha atrincherado en su cuarto. Le dice detrás del cuarto ya convertido en insecto que tomará el tren de las ocho, que no se preocupe, que le pide disculpas al director y en dos horas espera recuperarse de ese extraño malestar. Los padres dicen que la voz de Gregorio es una voz rara. Es voz de animal, dice el gerente. La madre llama a Gretel, la hermana de Gregorio, para que llame a un médico. El padre clama desesperado que el hijo abra la puerta. Pide que busquen un cerrajero. Cuando la madre entró vio horrorizada a su hijo y se desplomó. El padre perplejo, hostil, amenazante, se cubrió los ojos y empezó a llorar. El gerente se tapó la boca, retrocedió, como “empujado por una fuerza invisible”. Gregorio intentó en vano tranquilizar al gerente espantado, y presintió que si él se iba molesto como estaba, su puesto “en el almacén estaba seriamente amenazado”. Los padres creían que el puesto de Gregorio era inamovible, pero en aquel instante tanto los padres como él, sabían que el porvenir de Gregorio como el de su familia dependía ahora del gerente. El gerente lo contemplaba desde un principio por encima del hombro, con una mueca de repugnancia. Luego de aquel cataclismo familiar y social, Gregorio piensa “¡Que vida tan tranquila lleva mi familia!”, sintiéndose orgulloso de haber proporcionado a sus padres y a su hermana “tan sosegada existencia, en un hogar tan acogedor. De pronto pensó con terror que aquella tranquilidad, aquel bienestar y aquella alegría iban a terminar” mientras se arrastraba como un insecto monstruoso por la habitación de su metamorfosis como en una monstruosa cuarentena de 2020.

Sin empleo

Desde ese instante en que Gregorio pierde su empleo, su hermana y sus padres lo ven con desprecio, como un insecto. Los padres se ven obligados para sobrevivir a arrendar habitaciones de la casa, sintiéndose avergonzados de tener en casa a un monstruo que los alimentó durante los cinco años. Hay, en todo ello, además de un retrato anticipado y absurdo de la sociedad que vivimos, un augurio atroz de Kafka por la suerte que sufriría su estirpe judía, perseguidos y condenados a través de la historia. El escritor se adelantó a lo que vendría con el exterminio de los judíos en la segunda Guerra Mundial. Más allá del revés financiero que sufre la familia de Gregorio Samsa, hay una deshumanización de las relaciones humanas, una desconsideración feroz de la propia familia que, al ser desamparada por el dinero, ven en Gregorio, quien proveía los alimentos y ahora está desempleado, en un ser despreciable.

En ese ambiente de ruina y aniquilamiento familiar, Gregorio siente de repente en su metamorfosis “un verdadero bienestar” y sus patitas peludas y alargadas como las de una cucaracha, los llevan a recorrer el cielo raso de la habitación y la soledad de las puertas de su casa “dándole la sensación de que sus sufrimientos habían concluido”.

Confinado a la más terrible y feroz de las soledades, Gregorio pasa de ser el hijo y hermano ejemplar, a convertirse en un monstruoso ser atrincherado en su habitación, atrapado en su soledad en una “apacible meditación e insensibilidad”, hasta morir barrido por la escoba de la asistenta. Pero antes de morir Gregorio, su familia está pensando en vender la casa y mudarse a otra parte, y conciben la idea monstruosa de llevar a Gregorio que se ha vuelto tan pequeño “en un cajón con agujeros para respirar”.

Epílogo

Kafka le entregó todos sus libros inéditos a su mejor amigo Max Brod, y le dijo poco antes de morir, que su deseo era que destruyera absolutamente todo. La humanidad se hubiera privado del gran genio de la literatura checa y universal. Por supuesto, Max tuvo que traicionarlo en su voluntad para bien de la literatura del mundo.

A Kafka no dejo de leerlo desde que era un niño, cuando mi padre me entregó “Carta al padre” (1919), un libro que me impactó muchísimo, como “América” (1911-1913), “El proceso” (1914-1915), “Un artista del hambre y otros cuentos” (1921-1924), “El castillo” (1922), entre otros.

Ahora en la cuarentena, algo de Gregorio Samsa se encarna como una pesadilla en la humanidad de hoy. Sus lectores Son ahora monstruosos insectos que se deslizan por el cielo raso de una habitación, temerosos que venga a buscarlo no un gerente en la propia casa, sino un fantasma abominable llamado Covid-19.

La soledad se resbala por la soledad de la casa, gracias a la ficción real de Kafka.

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