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Los riesgos de la maldad televisada

Hay muchos riesgos a la hora de llevar a telenovela la vida de personajes siniestros en la vida colombiana.
Un narrador se lamentaba que algunas vidas ejemplares de artistas, escritores, científicos y ciudadanos del país no llamaran la atención de los argumentistas y libretistas porque esas vidas sin escándalos ni aventuras, no deparaban interés para las programadoras de televisión. Y se quejaba ese mismo escritor de la manipulación de ciertas editoriales en temáticas que explotaban el morbo de la violencia y la delincuencia.
No puede mirarse esa realidad por los lados, de manera tangencial y mucho menos con moralismos ortodoxos, pero tampoco desde la superficialidad complaciente y permisiva que privilegia los prejuicios a los principios, la elasticidad ética que propone barnizar la realidad y desviarse hacia los amores de un criminal en serie, por ejemplo.
El asunto en esencia es de enfoque y no de temática, porque las realidades siniestras del país son abordadas desde diversas perspectivas, por cronistas, novelistas y guionistas de cine, sin que ese riesgo los lleve al amarillismo, la truculencia y la apología del crimen. No vivimos ciertamente en un país de ángeles, pero la predilección reiterada en el sicariato sin otros enfoques éticos y estéticos, nos está llevando al culto del sicario como héroe nacional.
En Colombia vivimos sin duda el síndrome de la sicaresca televisada. Todos los dramatizados han convertido al sicario y al anti héroe que evade la Ley, en un arquetipo heroico. Y no desde ahora. El fenómeno comenzó antes de Rosario Tijeras, pero ha ascendido en una espiral viciosa capos y patrones del mal, que en el riesgo de mantener audiencias masivas, ha derivado en un culto peligroso. Es héroe el que miente, el que engaña, el que traiciona, el que es capaz de evadir la Ley, el que viola las normas, el que se enriquece vertiginosamente a toda costa, de la noche a la mañana, atropellando a sus semejantes e incurriendo en el crimen. No todo puede girar en torno a la demencia del narcotráfico, la guerrilla, el secuestro y el sicariato. Otras historias incluso dentro de esas temáticas, esperan ser contadas y narradas visualmente, desde el corazón de las víctimas y no siempre desde los victimarios. Los millones de víctimas de esa violencia de grupos armados ilegales no se ven representados en esas series. La vida heroica y ejemplar del inmolado periodista Guillermo Cano, del líder Luis Carlos Galán o del ministro de Justicia Rodrigo Lara, son referencias efímeras en la televisión colombiana. Ellos merecen cada uno su propia serie. No vaya a ser que las nuevas generaciones de colombianos vaya a sentirse orgullosa de las monstruosidades cometidas por algunos célebres y fatídicos alfiles de la muerte.
Y en los realitys, más allá de ser escuelas de formación de actores y actrices profesionales, se crean de manera mediática, dramatizados efímeros de la vida cotidiana de jóvenes actores y actrices enjaulados en casa-estudio, en donde a veces cuenta más los conflictos de convivencia que la calidad de una futura vocación que solo se forja con disciplina, rigor de estudios y cada vez menos de apariencia farandulera.
La maldad en todas sus matices se puso de moda en la televisión colombiana. Detrás de la pantalla, aún rondan los herederos de ese mismo mal.

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