Facetas


EL Liceo de Bolívar: seis décadas de altibajos

El 9 de abril no fue sólo una explosión momentánea de ira popular por el asesinato de un líder querido y admirado por sus seguidores. Fue un acontecimiento con múltiples y brutales secuelas políticas, económicas y sociales. El Presidente de la República, Mariano Ospina Pérez, era un miembro eminente del partido minoritario, en pugna con un Congreso de mayoría contraria, que hizo con sus adversarios una paz transitoria que se rompió para desembocar en el cierre final de éste. Rota aquella paz pegada con babas, el partido de gobierno empezó la tarea que le permitiera consolidarse en el poder, y la manera de hacerlo en medio del torbellino que lo asediaba por los cuatro costados era cambiando una burocracia que tenía mucha gente del partido que había perdido, por una división irreconciliable, las elecciones de 1946: el liberal. POR LA NÓMINA En varios departamentos, Bolívar entre ellos, operaba un solo colegio oficial de bachillerato masculino. El nuestro se llamaba Colegio Departamental de Bachillerato (Codeba) y funcionaba anexo a la Universidad de Cartagena, y dentro de su claustro. Era bueno y albergaba estudiantes de toda la Costa Caribe, desde Riohacha hasta el límite con Panamá. Todavía existía el Bolívar grande, sin Córdoba y Sucre. Pues bien, el gobernador Alfredo Araújo Grau, descubrió que la nómina de profesores del Codeba era de mayoría liberal. Pero no quiso, por prudencia, hacer una masacre por decreto sino ingeniarse la forma de salir de los “mochorocos” con suavidad, sin estrépito, entre otras cosas porque acababa de fundarse un periódico de divisa roja: El Universal. CAMBIO DE CASCARÓN La fórmula no tardó en aparecer. Se dictó un decreto suprimiendo el Codeba y se creó otro colegio bien empaquetado: el Liceo de Bolívar. De ese modo, el gobernador y el secretario de Educación reintegrarían la planta escogiendo a sus copartidarios. Esas audacias eran parte de la “mística” de los partidos, y con la coincidencia de una muerte y un nacimiento se daba la sensación de que las cosas cambiaban para bien. Pero es justo reconocer que dejaron en el equipo a profesores liberales consagrados y respetables, y a varios de ellos se los nombró jefes de grupo. Tampoco hubo discriminación con estudiantes que fueran hijos de padres liberales, aunque con un examen previo (de admisión) hubo espulgues con los vástagos de agitadores de reconocida actividad proselitista. Sin embargo, no resultaron muchos los atajados en la puerta, ni la Rectoría y el profesorado orientaron su conducta obedeciendo consignas partidistas. EL PRIMER DÓMINE El primer rector fue el profesor Moisés Melo, un hombre serio y ecuánime, con conocimientos sólidos y avanzados en educación general. Su escogimiento fue un acierto porque sabía lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Había aceptado el cargo con condiciones y lo ejerció como se presumía que lo ejercería, como un profesional acucioso, vigilante, que confiaba en sus colaboradores, pero sin ablandar su responsabilidad ante los deberes propios del maestro. Melo, en efecto, no fue un rector de escritorio y encierros. Bajaba con frecuencia a pasar revista en las aulas, a comprobar que los profesores cumplieran su obligación y los alumnos la suya. Unos y otros entendían que el profesor Melo no necesitaba poner cara de ogro para que sus instrucciones fueran letra viva, aplicada y eficaz. De paso, el ambiente que veía le dejaba claro cuál era el pulso de la disciplina en la labor académica. LA PRIMERA SEDE Una huelga célebre por el lenguaje gráfico que usó el secretario de Educación para descabezar al rector del Codeba, convenció al gobernador de que lo mejor para evitar futuros estremecimientos era sacar el bachillerato hacia otra sede, sin alejarlo del control del Alma Máter. Fue así como el primero de los cuatro liceos soltó el vuelo en la casa que acababa de dejar el Colegio Fernández Baena, la numero 36-40 de la Calle del Cuartel. Esta primera sede colindaba con el corredor de fondo de la Universidad. Sólo había que abrir un portón que facilitara el paso de las autoridades en casos excepcionales. Se abrió, y por allí pasaban los rectores de la Universidad a echarles sus discursos a los estudiantes del Liceo en los dos patios de la vieja casona en la apertura de cada año escolar. Al terminar, hablaban con los estudiantes y los profesores en un clima de franca camaradería. OTRO RECTOR Un domingo, antes de salir para misa a la Catedral, el estudiantado fue sorprendido con la noticia de que el profesor Melo se iba de la Rectoría. Como que lo requirieron del Ministerio de Educación. Lo cierto fue que lo sucedió el vicerrector, Rafael Rodelo Miranda. En reemplazo de éste fue designado, en la Vicerrectoría, el profesor Bartolomé Castillo Bula. Pero el año y pocos meses que estuvo Melo en el comando bastaron para que el Liceo quedara organizado y marchando. El nombramiento de Rodelo fue recibido con beneplácito porque había sido un vicerrector muy próximo al estudiantado, receptivo a sus peticiones y reclamos. No obstante, cuando su gestión llegó al mismo tiempo que duró la del profesor Melo, se armó la de Dios es Cristo por haber reprendido, en términos muy fuertes, a un estudiante de los cursos superiores. Rodelo renunció y se fue. “EL CACHIFO” Arribó al timón, por primera vez, el profesor José Francisco Ospina, un licenciado que se especializó en Francia, considerado por sus dirigidos el mejor de todos los tiempos. Solía llamar a los estudiantes con el apelativo de “cachifo”, una expresión que terminó de autoapodo para quien tanto la repetía en los pasadizos y los salones de clase. A sus espaldas, los profesores y los estudiantes le llamábamos así: “El Cachifo”. Era un santandereano de temple, pero cerebral y tolerante, con evidente capacidad de penetración sicológica. Bajo su batuta, el colegio se cambió de su primera sede para el Cuartel del Fijo. Bueno, ya saben –dijo en su convocatoria inicial–, aquí hubo un regimiento. Sin cepo ni cadenas, seremos rigurosos en todo por la suerte de ustedes mismos. De aquí no pueden salir malos bachilleres, ni calandracas y sinvergüenzas. La verdad fue que, en adelante, los bachilleres del Liceo dieron la talla en las universidades donde se presentaban. EL PROFESORADO Los profesores del Liceo, durante sus tres primeros lustros, fueron excepcionales. Educadores profesionales y profesionales de varias disciplinas (abogados, médicos, químicos, ingenieros, matemáticos), conformaban el “staff” con sentido de unidad y de servicio. Tenían la virtud de que sus discípulos los mirábamos como modelos por imitar. Puntuales, estudiosos, severos y cordiales, agotaban sus cursos con el criterio de enseñar sus materias y dar el ejemplo. Así llegó el colegio a su primera docena de aniversarios con otros dos rectores que sucedieron a Ospina, y de buena memoria para la educación pública departamental: Luciano Ruiz Ribón y Olimpo Cárcamo Bermúdez. Retirados éstos, trajeron a Ospina para una segunda oportunidad, tan fructífera como la primera, y de mayor trajín porque resolvió asumir las clases de francés en dos de los grupos de sexto año, y las de lengua y autores castellanos en dos de quinto. CASA PROPIA En 1962, al tomar posesión de la Gobernación de Bolívar, Rafael Vergara Támara aseguró que, bajo su administración, el Liceo tendría sede propia. Hay que estimular a los jóvenes –dijo en su discurso inaugural– que ven su horizonte en los libros y el conocimiento. Sus dos primeros secretarios de Educación, Martín Alonso Pinzón y Gabriel García Diazgranados, fueron los encargados de incluir, junto con Simón Bossa López y Rafael Betancourt, los de Hacienda, las partidas para financiar el edificio que se levantó en la Avenida Pedro de Heredia. A Vergara le parecía que si el Liceo continuaba en el centro histórico no crecerían sus laboratorios, ni la biblioteca, ni habría recreación sin un campus con espacio razonable para ciertos deportes. Decía que una juventud sin educación sería carne de prisiones, y que un país sin jóvenes bien formados no se desarrollaría jamás. Lamentablemente, la casa propia no la aprovecharon los liceístas beneficiados con sus instalaciones para los fines que animaron al gobernador Vergara, sino para hacer vandalaje en cada protesta contra las directivas del colegio o contra los gobiernos departamentales que no accedían a sus exigencias estrafalarias. Paralizaban el tráfico, atacaban a los transeúntes a palo y piedra, rompían vehículos automotores y arremetían contra las tiendas del vecindario. LA ERRADICACIÓN Los problemas de orden público que crearon los estudiantes con sus paros en serie y sus pedreas inclementes acabaron, un día en que la paciencia del gobernador Nicolás Del Castillo no aguantó más, en la erradicación del Liceo. Lo confinaron a Daniel Lemaitre, donde funcionaba un colegio oficial de niñas, y se llevaron a las niñas para la Pedro de Heredia. La zona saltó del infierno al cielo. Aún con el cambio físico, hacía falta un rector que reorganizara el Liceo. Le tocó el turno a Luis Fragoso, un veterano de mil batallas, ducho en el arte de atesar bastante y aflojar un poco. Era el hombre para que el plantel recobrara la senda de estabilidad que había recorrido y perdido a contramano del esfuerzo que el Departamento hizo para dignificarlo. Hoy cumple sesenta años, repuesto ya de sus traumas administrativos y académicos, como un patrimonio que los bolivarenses tienen que preservar.

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