No se sabe si Gabriel Chadid terminó de leer la novela de Humberto Eco, “El Nombre de la Rosa”. Se sabe que se la prestó a Rubén Villalba con la advertencia de que el dueño del libro era el poeta León Álvarez, a quien debía devolverla una vez leído. Pero se atravesó Napoleón Álvarez, inquieto por el interés por la obra, quien la tomó en préstamo con el compromiso de entregarla al bardo toluviejano cuando hubiese manoseando sus páginas. Entonces León se encuentra con Gabriel y después de contarse cosas, casi ninguna de gente cuerda, sólo atinó a justificar el afortunado recorrido de la lección del escritor italiano cumpliendo la verdadera dinámica del libro cuando pasa de mano en mano para que el esfuerzo de quien se quemó las pestañas y se sometió a una disciplina para escribirlo, no fuera en vano. Esta explicación satisfizo al pensador de la piedra, no de piedra, que, sin embargo, siguió hurgando las tantas mentes más que habían conocido al consagrado prosista, precisamente sobre este libro que estaba más perdido que cucaracha en baile de gallinas. Toda esta historia se trajo nuevamente al presente mientras se desarrollaba una espontanea tertulia donde fuimos sorprendidos con la noticia de que el libro finalmente cayó en manos de Alfredo Martínez Barón, quien nos descrestó con su repentismo filosófico en frases donde el tiempo es inapelable y el pasado no cuenta, solo el presente que, según su decir, ni siquiera puede con él, como para acudir a la historia donde la verdad sufre y se despedaza según los sentimientos de quien la cuenta. Cómo y por qué el filosofo de “La Selva”, famoso restaurante de su propiedad, ¿fue el depositario de tan erudita y a veces confusa novela por sus extraños orígenes? ¿Sería para leerla? O ¿para guardarla, a sabiendas de su penoso itinerario en busca de toda clase de lectores? O ¿tal vez, para retornarla al verseador de Tolúviejo, que con sus versos a la vida, interpreta el canto de sus gallos en un diálogo que se remonta hasta tocar la existencia de un cielo inalcanzable? O ¿para engolosinarse con la imaginación que lo llevara por los caminos del verbo sin pretender el conocimiento, pero que, por el ejercicio de fabulador, se cree dueño de todo lo que el tiempo le ha ofrecido? Se supo que el libro caminó de biblioteca en biblioteca, pero no si fue leído. Según el decir de algunos tenedores en calidad de préstamo, como Humberto Vergara, William Quessep, Juancho Payares, Adolfo Gonzalez y muchichichisísimos mas, como diría El Chavo, se siguió leyendo y discutiendo que aún el eco de Eco no ha dejado de repicar en los valles y montañas de la comarca sin que jamás se supiera quién se quedó con el libro que tiene hoy feliz a su verdadero propietario porque es un tomo que ocupa un sitial de privilegio en la mente de los hombres que se empeñan en que el conocimiento, como la cultura, se asiente en el corazón de los pueblos que persiguen su propia identidad. Pero, ¿quién definitivamente lo leyó? Creo que ni yo que me he apasionado con esta crónica que lleva el propósito de que el libro no muera, aunque la internet lo tenga gravemente herido, pero si la tecnología lo sepulta, me queda el recurso de acudir al filosofo de “La Selva” para seguir perseverando en mi búsqueda por lo absoluto como lo pretendió Balzac. noctambula2@hotmail.com
Comentarios ()