Fuera de la protesta previsible de FENALCO y de las glosas de un par de economistas, poco se debatió la propuesta de Luis Carlos Sarmiento para que todos paguemos el impuesto de la Seguridad Democrática “porque nos beneficia por igual a todos”. Un crimen es un crimen, y el Estado debe protegernos a todos. Pero la frase inocente del magnate esconde la pregunta central, silenciada en Colombia: ¿seguridad de quiénes y contra qué? Se piensa que la seguridad es indivisible y homogénea, o que un país es igualmente “seguro” o “inseguro” quienes lo habitan. La realidad es muy distinta: cada persona está expuesta a riesgos criminales diferentes según su edad, sexo, barrio, color o ingresos. Cada persona percibe de manera distinta la inminencia del riesgo y –sobre todo- las medidas de seguridad deben ser diferentes para cada grupo. Un hombre tiene cuatro veces más probabilidad que una mujer de ser muerto o golpeado en la calle, pero una de cada tres mujeres colombianas es o ha sido víctima de la violencia doméstica. Los gays, ancianos, muchachos desempleados de Soacha o indígenas wayuu necesitan defensas diferentes que los varones adultos de clase alta. No hay inseguridad sino inseguridades, y cuando se habla de “seguridad” a secas, es la seguridad de los de más arriba. Eso pasa en todas partes. Pero en Colombia se añade una rareza crucial: la Seguridad Democrática es una política rural para un país donde el 70% de la población es urbana. Los asesinatos y secuestros de las Farc no amenazan al peatón de Chapinero o de Junín, sino a los finqueros y tenderos del Huila o Putumayo. Pero las grandes ciudades apoyan a rabiar al Presidente de la Seguridad Democrática. La paradoja tiene un espejismo: la seguridad en las grandes ciudades también mejoró, pero no por Uribe sino por los buenos gobiernos de esas urbes. Las brigadas móviles, ni los aviones K-Fir impiden las muertes callejeras o robos a bancos; sirven la “ley zanahoria” y el liderazgo personal del Alcalde sobre los policías barrio por barrio. La seguridad de Uribe lo contrario de la de Mockus, Fajardo, Garzón o Peñalosa. La una es militar, la otra es cívica, la una es pacificación, la otra es pedagogía, la una es la tarea del siglo XIX que no hicimos, la otra es la tarea del siglo XXI que comenzamos. Esta es la brecha más honda que separa –o debía separar- las “dos Colombias”, y lo patético es que aquellos ex alcaldes civilistas no logran desmarcarse de la Seguridad Democrática porque las Farc son una mula muerta y atravesada en el camino de Colombia. Por las Farc no salimos aún del siglo XIX o –más exactamente- las Farc existen porque Colombia no resolvió el problema del siglo XIX, el problema del uso del suelo y la ocupación poblacional del territorio. No es el Estado ni es el mercado quien entonces y ahora definían el precio de la tierra, la rentabilidad de invertir en el campo o la ubicación de las comunidades campesinas: es el conflicto armado y sus altibajos entre “bandidaje social” o colonos insurrectos por un lado, y terratenientes o neolatifundistas por el otro lado. Y por eso, mientras la Seguridad Democrática no democratice la tenencia y los usos del suelo, la seguridad que sin dudas ha logrado en estos años dará paso a las inseguridades del mañana: no hay seguridad sino seguridades. www.razozonpublica.org hergomez@gmail.com
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