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Un raspón de rodilla pone en jaque la vida de una niña venezolana

AFP

04 de octubre de 2016 06:57 AM

Era apenas un raspón en la rodilla. Y los  padres de Ashley Pacheco, de tres años, hicieron lo que hace todo progenitor: le dieron un abrazo, le limpiaron la herida dos veces con alcohol y pensaron que  estaba todo resuelto.

Dos semanas después, la niña se retorcía de dolor en la cama de un hospital. Le costaba respirar e imploraba a sus padres que le llevasen agua.
    
La madre se quedó con ella día y noche en el hospital. Se aseguraba de  que tuviese el estómago vacío en caso de que pudiese adelantarse a cientos de  pacientes para ser operada de urgencia en una de las pocas salas de operaciones  que funcionan en el hospital.

Su padre buscó antibióticos por toda Caracas para combatir la infección. No tenían idea de lo mucho que iban a empeorar las cosas.

La vida en Venezuela puede ser peligrosa para la gente sana y resultar  directamente mortal para quienes se enferman. Una de cada tres personas admitidas en hospitales administrados por el  Ministerio de Salud el año pasado falleció, según el informe anual del ministerio. La  cantidad de camas usables en los hospitales mermó un 40% en relación con el 2014.  Y a medida que la economía se deteriora, escasean el 85% de las medicinas, de  acuerdo con la asociación nacional de farmacias.
    
"No conozco ningún otro país donde las cosas se hayan deteriorado tan  rápidamente y a tal extremo", expresó Rafael Pérez Escamilla, profesor de la Yale  University School of Public Health (Facultad de Salud Pública de la Yale University)  que ha trabajado en América Latina y Africa. "El sistema de salud de Venezuela era  un modelo para América Latina. Pero se ha deteriorado a tal grado que no se  consigue una atención básica".
    
Con tan poco margen de error, el menor tropiezo, como la caída de una  niña persiguiendo a su hermano, puede generar situaciones de vida o muerte.
    
Los padres de Ashley estaban decididos a aislarla del caos que azota al  país. Ante el deterioro de la educación pública, la enviaron a un jardín de infantes  privado, católico. A medida que aumentaba la escasez de alimentos, se aseguraron  de que ingería proteínas con cada comida. Cuando el agua de los grifos comenzó a  oler mal, empezaron a hervirla antes de sus baños diarios.
    
 Pero una semana después de la caída en que se lastimó la rodilla, Ashley  empezó a afiebrarse.
    
         En la clínica local los médicos le dijeron que pronto se repondría. La fiebre,  no obstante, siguió subiendo y la rodilla se le hinchó. Maykol y Oriana Pacheco la  subieron entonces en su motocicleta, la acomodaron entre los dos y se pusieron a  buscar un hospital que se tomase su caso más en serio.
    
Fueron primero al hospital público de niños más cerca de su casa, que  había registrado una ola de intoxicaciones. Al aumentar la escasez, los padres le  dan a sus hijos medicinas caseras y comidas como yuca amarga que pueden  resultar tóxicas si no se preparan debidamente. Al no disponer de medicinas, a  veces no es mucho lo que pueden hacer los médicos para evitar la muerte de los  menores. No había medicinas para Ashley.
    
La familia fue entonces al principal hospital pediátrico de la ciudad.
    
Allí se sentía el olor a incienso religioso en salones con niños con ojos  lechosos y cabezas hinchadas. Los médicos esperaban que los padres llevasen un  catéter para extraer fluidos extras de los cerebros de sus hijos. No había camas para  Ashley.
    
La niñita se sentía cada vez más caliente y los padres se encaminaron al  hospital más grande de la ciudad. En la sala de emergencia había hombres tirados  en el suelo casi desnudos, vías intravenosas que colgaban de palos. No había  espacio para una niña de tres años enferma.
    
A la mañana siguiente la pequeña tenía 39 grados (103 Fahrenheit). Su  padre se sentía cada vez más desesperado. Sin más opciones, enfiló hacia el  Hospital Universitario, que supo ser uno de los mejores hospitales de Sudamérica  pero últimamente era más conocido por las pandillas que irrumpen violentamente en  las salas de operación y los robos en las escaleras.
    
Llegaron al mediodía de un sábado. Ashley tenía la pierna izquierda  hinchada desde los dedos hasta el extremo superior del muslo.
    
La llevaron de inmediato a la sala de emergencia.
    
Venezuela supo ser uno de los países más ricos de América Latina pero  está sufriendo los efectos de una debacle de los precios del petróleo combinada  con un mal manejo de la economía. La producción ha disminuido y hay poco dinero  para importar medicinas.
    
El gobierno izquierdista del presidente Nicolás Maduro dice que la crisis  de la medicina es un invento de los opositores a una revolución socialista que ya  lleva 17 años. La semana en que Ashley fue hospitalizada, Maduro habló por  televisión y pidió a la gente que comenzase a cultivar plantas de usos medicinales.
    
El gobierno no admite ayuda humanitaria, por lo que las donaciones de  artículos médicos esperan en países como Estados Unidos, España y Panamá.
    
En el hospital de Ashley, el personal de limpieza a veces se queda sin  lavandina para limpiar los pisos. Por el edificio caminaban perros callejeros y había  cucarachas en las paredes. El agua de los baños a veces salía negra.
    
Y en la sala de traumas, el lavabo estaba roto, no había jabón y la caja  para guantes estériles estaba vacía. De todos modos, en un hospital tan repleto de  gente que las mujeres parturientas tenían que esperar en sillas porque no había  camas suficientes, los padres de Ashley se sentían afortunados de que la niña  hubiese sido admitida.
    
Los médicos le diagnosticaron una infección estafilocócica. La bacteria  había penetrado su tejido cerca de la rodilla y se metía en la coyuntura.
    
Le instalaron una línea intravenosa con una de las últimas partidas de  vancomicina, un antibiótico muy usado. Anonadado, Maykol vio cómo se movía  hacia arriba y hacia abajo la línea de un monitor del corazón de Ashley.
    
El padre de Maykol lo había abandonado cuando era joven y él soñaba  con tener una familia grande y estable. Se había hecho tatuar los nombres de sus  hijos en sus brazos y todos los días se hacía una escapada a su casa para almorzar  con ellos.
    
Tras la llegada de su tercer bebé durante el verano, Maykol dejó su  trabajo como sonidista y empezó a manejar un taxi para ganar más dinero. Habían  ahorrado el equivalente a unos tres meses de sueldo. Y se preguntaba qué pasaría  con ese dinero ahora.
    
Al caer la noche el estado de Ashley empeoró. Las rayas del monitor  oscilaban enloquecidas. Su respiración sonaba rara y su padre notó que los  movimientos de su pecho cuando respiraba no eran normales.
    
Los médicos sospechaban que la bacteria había llegado a los pulmones y  abierto un agujero. Pero la última máquina de rayos X del  hospital había dejado de  funcionar el mes previo. La única forma de saberlo por seguro era llevarla a una  clínica privada, donde el examen le costaría a la familia el equivalente a una semana  de sueldos.
    
Dos médicos los acompañaron en una ambulancia, listos para bombear  aire manualmente a los pulmones de Ashley si sufría un paro respiratorio.
    
Los rayos X confirmaron lo que se temía: el pulmón derecho de Ashley  había colapsado. Con cada bocanada, el aire se filtraba al pecho y ponía presión  sobre el corazón.
    
De vuelta en el hospital, parecía que Ashley se ahogaba. Los médicos  buscaron el aparato que podía salvarla, una máquina de drenaje Pleur-evac que en  Estados Unidos cuesta 100 dólares. El hospital tenía unas pocas, pero estaban bajo  llave. Como ocurre en todos los hospitales del país, el Universitario había sufrido  numerosos robos, a veces por parte de los propios empleados, y los escasos  artículos médicos se cotizaban mucho de contrabando.
    
Los médicos de la sala de emergencia se las ingeniaron con un viejo truco.
    
Al anochecer, le insertaron a la pequeña una gran aguja en el pecho y el  aire salió zumbando. Normalmente, los médicos insertan una válvula de un solo  sentido, pero en ese momento no había ninguna. Sin embargo, poco a poco, la  respiración de Ashley se fue haciendo menos agitada.
    
Poco después, los médicos llamaron a los padres a una sala y les dijeron  que ya casi no tenían el antibiótico intravenoso. Y que sin la máquina de drenaje,  Ashley no duraría más de 24 horas.
    
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Al escuchar esto, Maykol y Oriana se abrazaron y lloraron.
    
En la sala de espera se reunieron con hermanos, abuelos y tíos. Todos  empezaron a hacer llamadas a ver si encontraban alguien con la máquina un  sábado a la noche.
    
La hermana de Oriana fue de un hospital a otro, implorando entre lágrimas  que le donasen alguna máquina. Algunos la acusaron de querer venderla. Nadie  quería ayudar.
    
Pasada la medianoche, un amigo de la familia encontró un médico de una  clínica privada que aceptó donar un Pleur-vac. La hermana de Oriana fue a la clínica  por calles vacías a la una y media de la mañana, bien pasada la hora de un toque  de queda extraoficial en esta ciudad plagada de delitos.
    
Al iniciar su turno el domingo, el pediatra Richard Rangel que iba a tratar a  Ashley se mostraba ansioso.
    
Pensaba dejar la medicina. Durante la primavera, un padre lo amenazó  con un arma, frustrado porque el hospital no tenía acetaminofén ni ibuprofen para su  hijo de ocho años. Un ladrón le había robado a punta de navaja en una escalera del  hospital. Y había visto morir a cinco niños en una semana de sepsis porque no había  forma de tratarlos.
    
Llena de tubos y cables, Ashley parecía otro caso desesperado. Su pierna  estaba tan hinchada que tenía el diámetro de un plato. Estaba totalmente morada.
    
Rangel le dijo a los padres que si no frenaban la infección, posiblemente  tendrían que amputar.
    
Maykol se sumó así a miles de venezolanos que corren contra un reloj  personal tratando de salvar a sus seres queridos. Hizo colas durante horas en  farmacias para ver si tenían lo que necesitaba Rangel: solución salina,  anticoagulantes, soluciones electrolíticas, pañales, bolsa de intravenosas, alcohol,  sábanas, agua embotellada. No pudo conseguir jabón, por lo que compró shampoo.
    
El antibiótico vancomicina fue el más difícil de conseguir. Los médicos  escribieron recetas en el reverso de estados de cuentas y de facturas de hospitales  porque no había papel.
    
Los primeros pedidos fueron formales, tipeados a máquina, y se agradecía  al receptor por su ayuda. Los posteriores fueron escritos de apuro. Uno, escrito en  una esquina de un contrato de trabajo, simplemente contenía el nombre de Ashley y  agregaba, "3 años, vancomicina".
    
Maykol escuchó que un hospital público del otro lado de la ciudad podría  tener esa medicina. Al llegar, la unidad pediátrica se había inundado. Caminó con el  agua hasta las canillas para hacer la gestión ante el farmaceuta, pero no tuvo suerte.
    
Con los jeans mojados, fue a otro hospital. Tampoco allí había nada. Pero  cuando se iba, un hombre con un delantal blanco lo llamó y sacó tres frasquitos de  su bolsillo. Maykol los envolvió en la receta y se encaminó al Hospital Universitario,  temeroso de que la policía lo detuviese y lo acusase de traficar medicinas.
    
Mientras Maykol recorría las farmacias de la ciudad, Oriana permanecía  sentada, silenciosa, en una silla de plástico junto a la cama de Ashley, con la cara  hinchada de tanto llorar. La pierna de su hija estaba cada vez más caliente y la piel  se veía oscura y brillosa. Sabía que cuando una extremidad se pone negra, hay que  darla por perdida.
    
Además de la medicina, Ashley ahora debía ser operada para drenar su  rodilla infectada. Pocas de las 27 salas de operaciones del hospital funcionaban a  pleno y había 150 niños en la lista de espera.
    
Ashley debía tener el estómago vacío para poder ser intervenida. Se había  pasado dos días pidiendo comida y agua. El martes por la mañana imploraba que  le diesen a beber agua de la solución salina que le inyectaban en el brazo.

Por entonces llegó a la sala de emergencias un niño de cuatro años que  pesaba seis kilos (13 libras).
    
Organizaciones defensoras de los derechos de los menores calculan que  el 30% de los niños de Venezuela están ahora malnutridos. Su familia no pudo  conseguir soluciones para rehidratarlo y el pequeño falleció 12 horas después.
    
Maykol estaba montado en su motocicleta cuando le dijeron que a Ashley  le habían reservado un turno para ser operada. Aceleró en una carretera y chocó  contra otra moto, cayendo al piso y lastimándose el mentón. Sangrando, siguió  camino al hospital.
    
Los médicos dijeron que la bacteria podía haber afectado la placa de  crecimiento. Podría terminar cojeando, con una pierna más larga que la otra. Pero si  la operación salía bien, seguiría siendo una niña saludable.
    
Mientras la llevaban a la sala de operación, Ashley le pidió a su padre una  hamburguesa. Lleno de esperanza, él le prometió que cuando fuese dada de alta  irían a un McDonald's.
    
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Un tablero sobre la mesa de operaciones listaba las cosas que no había  ese día: tubos para endoscopias, gazas, guantes, mascarillas y delantales.
    
Dos residentes esterilizaron una aguja que ya había sido usada y le  inyectaron la anestesia a Ashley. Les tomó media hora limpiar y drenar la rodilla. Se  habían hecho expertos en ese procedimiento durante el verano, ya que había  aumentado la cantidad de niños con complicaciones derivadas de lesiones  menores. El único rasgo distintivo de Ashley era lo bien alimentada que parecía, tan  saludable que podía salvarse.

La familia festejó una semana después cuando Ashley pudo respirar sin la  máscara de oxígeno. La fiebre estaba por debajo de los 38 grados (100 Fahrenheit).  Con un poco de suerte, pronto podría bailar de nuevo en su cama viendo videos  musicales.

Al día siguiente, sin embargo, la fiebre había subido inexplicablemente a 39  grados (102 F). Hacia el fin de semana, se la veía temblorosa debajo de sus  sábanas de Dora la Exploradora, sudando, con 41 grados (106 F).
    
Y Oriana notó algo nuevo: manchas rojas en su piel todavía hinchada.
    
Rangel se sintió profundamente decepcionado al reconocer síntomas  típicos de una infección cardíaca. No habían conseguido suficientes antibióticos  como para asegurarse de que el estafilococo no seguía esparciéndose  silenciosamente. Frustrado, Rangel se acordó de las experiencias vividas en los  dos meses que pasó trabajando con grupos de ayuda en Sierra Leona, donde al  menos tenía lo más básico para tratar pacientes.
    
Una infección cardíaca es algo tan inusual en un menor que nadie pensó  en alertar sobre esa posibilidad a la familia de Ashley. Maykol no dijo nada al  enterarse de la noticia. Pero estaba furioso. Había hecho todo lo que pudo para  tratar a la niña y ahora, cuando parecía que estaba fuera de peligro, se encontraba  más enferma que nunca.

Rangel dijo que necesitaría más vancomicina, tres dosis diarias por seis  semanas, sin interrupción, para contener la infección sin que arruine el corazón o  llegue al cerebro.
    
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Maykol dejó de trabajar como conductor de taxi. Oriana pasó todas las  noches acurrucada junto a Ashley en una sala con otros ocho pacientes. Parientes  suyos cuidaban a los otros niños.
    
Los dos agotaron el crédito de sus tarjetas y pidieron prestado todo lo que  pudieron a sus familiares. Comían una sola vez al día y vendieron su refrigeradora,  su televisor, el teléfono celular de Oriana y la Play Station de los niños.
    
Un día Maykol fue a un depósito cerca de Caracas donde el gobierno  entrega medicina gratis. Había que hacer cola por cuatro horas. Al caer la noche, un  farmaceuta le dio 15 viales de vancomicina, lo suficiente para una semana.
    
La vez siguiente que fue al depósito, no había antibióticos. Consideró la  posibilidad de ir al mercado negro del barrio marginal más grande de la ciudad,  pero Oriana sospechaba que probablemente le venderían pastillas falsas.
    
Afuera del hospital había media docena de revendedores que ofrecían  medicinas a 50 veces el precio regulado. Cuando se le preguntó si tenía antibióticos,  una vendedora observó a unos soldados apostados en la zona y respondió  negativamente.
    
"Si no se consigue en la farmacia, hay que morir", expresó.
    
Rangel convenció a la madre de un paciente dado de alta de que le  donase la vancomicina que le quedaba y consiguió algunos tubitos más de un  paciente de cuidados intensivos. Encontró la medicina en Amazon.com, pero en un  país con severos controles de divisas, ni él ni su familia podían pagarlo.

Otros cinco niños murieron en agosto en el pabellón de cirugía pediátrica  por falta de antibióticos. Maykol recorrió la ciudad y llegó a sentir que no había  medicina por ningún lado.

Finalmente, a mediados de agosto, casi un mes después de ser  hospitalizada de nuevo, la fiebre cedió. Ashley sonrió alborozada cuando un técnico  le dejó escuchar el latido de su corazón durante un ecocardiograma. Pero Oriana se  preocupó al ver que el técnico analizaba una y otra vez un mismo sector. Daba la  impresión de que algo no estaba bien.
    
La bacteria había cedido, pero el corazón de Ashley tenía cicatrices y era  posible que con el tiempo su válvula tricúspide empezase a fallar y tuviese que ser  reemplazada. Agotada, la madre decidió tomarse un rato para pensar qué hacer.
    
Ante la escasez de materiales y medicinas en el hospital, Maykol llevó  consigo muestras de sangre de Ashley y empezó a buscar clínicas en condiciones  de hacer exámenes básicos. Alarmado por la posibilidad de que Ashley sufriese  nuevas infecciones en el hospital, quería llevarla a su casa lo antes posible.
    
Oriana escuchó que un niño de la habitación de al lado había quedado en  estado vegetativo tras sufrir infecciones en sus pulmones. Este año, el 40% de los  pacientes de medicina general contrajeron infecciones en el hospital, según Gherzon  Casanova, presidente de la Sociedad de Médicos Residentes e Internos del  hospital.
    
Una tarde, Ashley sorprendió a su padre.
    
 "Vamos papi", le dijo Maykol, quien la tomó de la mano como cuando era  bebita y comenzaron a caminar hacia el balcón, concentrados. Ella arrastraba su  pierna izquierda y daba pasos cortos. Todos en la habitación observaban.
    
Ashley se paró un tanto inestable en el balcón y levantó los brazos en  señal de victoria.
    
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El día antes de que Ashley debía ser dada de alta, Oriana salió del noveno  piso por primera vez en dos semanas. La piel de Ashley lucía amarillenta y había  perdido tanto peso que tenía que levantarse los leggings cada tanto.
    
Los médicos no querían darla de alta hasta que no se sometiese a un  ultrasonido para ver cómo estaba la pierna. Oriana trató de conseguir turno en un  hospital público donde todavía funcionaba esa máquina.
    
Cuando finalmente la recibieron, le dijeron que el primer turno disponible  era en noviembre, dentro de dos meses. Oriana hizo un gesto de desazón. "Esto es  una locura", dijo en voz baja.
    
 Al regresar, una nueva doctora le dio más malas noticias. Ashley tenía un  hongo en los pulmones. Necesitaba una medicina que ya no se conseguía en  Venezuela y debería permanecer hospitalizada mientras los médicos veían qué  podían hacer.
    
Por primera vez desde que Ashley fue admitida, su padre se enojó.
    
"¿Qué me quiere decir con eso de que necesita medicinas que no se  pueden conseguir aquí?", le dijo. "Al menos deme el nombre, así puedo buscarla. No  me diga que la necesita y que no existe".

Después de que la doctora se fue, los padres de Ashley quedaron uno  junto al otro cerca de la cama, con las frentes casi tocándose, y Ashley llorando entre  ambos.

    
Maykol pasó varios días buscando fundaciones internacionales y formas  de importar la medicina. Tal vez podía hacer llenar una receta médica en Miami,  aunque costaría más del sueldo de un mes.
    
Al final, la ayuda llegó de la habitación contigua. La madre del niño con una  infección pulmonar donó la medicina para Ashley. Su hijo había muerto.

A fines de septiembre, dos meses después de que fue internada por  primera vez, Rangel dijo que Ashley ya no tenía infección alguna.

Oriana le vendió las medicinas que la familia le había dejado a las madres  de otros pacientes en ese piso. Usó parte del dinero para hacer el ultrasonido de  Ashley en una clínica privada y guardó al resto para tratamientos futuros.
    
"Hemos gastado todo lo que teníamos", afirmó.
    
Tenían que ahorrar para algo más: Después de dejarse estar por mucho  tiempo, Maykol y Oriana habían decidido bautizar a Ashley.
    
Cuando fue dada de alta, salió renqueando del hospital, con un globo en la  mano y un casco de motocicleta para menores para el viaje a su casa. Residentes y  enfermeras gritaron alborozados al ver partir a la familia.
    
No les decían "adiós", sino "buena suerte".
    
 

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