Columna


50 años de Macondo

CRISTO GARCÍA TAPIA

27 de abril de 2017 12:09 AM

Cincuenta años después frente a las murallas de la memoria levantada contra el olvido, los habitantes de Macondo habían de recordar aquel abril de 1967, en el que Gabriel García Márquez alumbró Cien años de soledad.

América Latina era entonces una aldea despoblada de novelistas de fama como para aparecer en los diccionarios ilustrados y en las enciclopedias universales que vendía a plazos el hijo del telegrafista de Aracataca en los más remotos parajes del Magdalena, la Guajira y Sucre.

En esos cromos de colores, como en el sueño de los cuartos infinitos soñados por José Arcadio Buendía, siempre se repetía en todas las ediciones la misma laminita desteñida con la figura de Miguel Ángel Asturias.

Llegado era el tiempo en el que los pífanos y tambores de unos nuevos gitanos le anunciaran a Macondo, desde la lejanía de una tarde de abril, su último y para siempre asombroso descubrimiento: Cien años de soledad.

Todo comenzó como un suave viento que aparece inesperadamente para refrescar la aridez de un verano interminable y bochornoso. Después, el sonido balsámico de una lluvia primaveral empezó a verdecer los peladeros de Macondo como por arte de magia.

Fue entonces cuando la aldea de barro y cañabrava decidió asomarse al mundo para que se supiera de ella más allá del mapa primigenio trazado por el primer Buendía que se estableció en aquel pueblo abandonado de todos los inventos conocidos hasta ese día prodigioso.

Con el telégrafo llegaron las esteras voladoras que surcaron en todas las direcciones los cielos de Macondo con la misma novelería y encantamiento de los trenes amarillos en los primeros tiempos de la fiebre del banano.

Y hasta los presidentes se interesaron por conocer el mar y promover la alfabetización a través de una campaña tricolor de lectura que permitió a sus habitantes aprender a leer los periódicos, descifrar los decretos del Gobierno y asomarse sin miedo al más portentoso y sublime invento del más grande gitano nacido en Macondo.

Era como si la octava maravilla del mundo acabara de crearse y con el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam también hubiese llegado la más grande novedad de los sabios de Memphis jamás imaginada.

Macondo ya no volvería a ser Macondo. Ni Gabriel José de la Concordia, el vendedor de enciclopedias que un día y para siempre dejó las ciénagas encantadas de la Marquesita de la Sierpe, los arenales de la Guajira y las sabanas mitológicas de Sincé, la tierra del gitano Melquiades, sería el mismo.

Desde aquel remoto abril, Macondo empezó a recuperarse de la desmemoria inmemorial y de la peste provocada del olvido que mantuvo a sus habitantes viviendo como burros.

*Poeta

@CristoGarciaTap

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