Columna


Al basurero

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

08 de septiembre de 2013 01:57 AM

El mismo gobierno norteamericano que anhelaba modificar los términos de sus relaciones con la URSS y China, e interesado en ponerle fin a la guerra de Vietnam, auspició, a través de la CIA y en connivencia con el alto mando castrense chileno, el golpe de Estado más encarnizado y sangriento que se diera en la época conocida como la de militares contra presidentes en América Latina: el de Richard Nixon. El próximo miércoles se cumplirán 40 años. ¡Paradojas de Washington!

Los politólogos no entendían aquel giro. Sin embargo, una cosa era la alta diplomacia, empeñada entonces en cambios que convenían a los dos imperios, y otra diferente un nuevo dolor de cabeza en el patio trasero de los Estados Unidos, en una nación con reconocida tradición democrática, pero en la que los partidos de izquierda eran vigorosos y organizados, y tenían el poder por mandato popular. Además, dentro de la coalición de éstos, el Partido Comunista tenía preponderancia y las nacionalizaciones no paraban. De modo que la industria, la banca y la minería presionaron la solución de fuerza.

El general que acababa de ser promovido por el presidente Allende al más elevado cargo de la jerarquía militar encabezó, con el respaldo del Tío Sam, la sacudida contra el régimen de la Unidad Popular. Consideraba Pinochet que en los tres años que restaban del período presidencial Chile se desintegraría, y la forma de evitarlo era bombardear él el corazón de Santiago, la capital, y ejecutar como novillos de matadero, a lo largo y lo angosto del territorio nacional, a quienes se opusieran a sus siniestros designios.

Pocas veces se había visto un dominio más absoluto que el de Pinochet sobre las Fuerzas Armadas y los sectores activos de la sociedad. Hubo asesinatos burdos como el del general Prat, o el del ex canciller Letelier, y sutiles como el del ex presidente Eduardo Frei en un quirófano, sin que los partidos, los gremios, los sindicatos, los estudiantes y los campesinos, menos aún los uniformados descontentos, alzaran la voz contra los desafueros de la tiranía.

Pero el pueblo chileno, paciente y decidido, esperó a que el dictador jugara a la democracia. Como creyó que la pasividad de los núcleos cercados por el terror era un apoyo irreductible a su gobierno de facto, lo asediaron las ganas de legitimar su reguero de atrocidades con un referendo que lo mantuviera en el mando. De poco le sirvieron los puntos que le dio el manejo de la economía y lo derrotaron en limpia lid. Tampoco la economía lo es todo, ni lo fue su fementida honestidad.

Lo que no se atrevieron a hacer los jueces y tribunales chilenos contra los crímenes de Estado, lo hizo la Justicia exterior. De presidente, Pinochet pasó a convicto y, de convicto, al basurero de la historia.

*Columnista

carvibus@yahoo.es

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