Para fortuna de los celadores nocturnos que en los fríos destemplados de los amaneceres del mundo se aburren con la salmodia de despechos y sexualidades baratas de las emisoras, quedan algunas que creen en el ser humano.
Es una suerte para quienes en el instante en que la vigilia se apaga nos gusta verificar que la tierra gira, que el mar no se desborda, ni somos un fragmento suelto en el espacio.
Por ello he disfrutado en la oscuridad programas donde Laura García, Eduardo Gómez, Otto de Greiff, León y sus ojos errabundos que no han visto el mar, voces desconocidas, leen poemas, novelas, teatro, músicas con anotaciones de origen y su importancia y llevan al escucha al sueño con la ilusión de que no todo es canallada.
Una de estas noches el maestro Abadía se refería a la música popular del Caribe y del Pacífico colombianos. Esas voces se sobreponen a la muerte y continúan sus lecciones, como las boleristas que apreciamos, o Bernardo Hoyos y su emoción contenida por Lucho Bermúdez y Matilde Díaz, o las mujeres que cantan en la selva alabaos como cantos gregorianos en los desiertos de Dios, y muestran que algo queda de toda empresa. De los humanos llenando su vacío con un hacer sin interés distinto a poner a volar el corazón para ver que aún existe y lo tenemos.
Abadía, a quien le debemos un esfuerzo por mostrar en las expresiones de las músicas colombianas una huella despreciada de nuestra historia, y un jirón esencial del alma de un pueblo tan incomprendido como despreciado, se refería a las intuiciones de Manuel Zapata Olivella, a su riesgo de embarcar en el transiberiano a cantantes de vaquería, sopladores de gaitas que no son gaitas, acordeoneros y cumbiamberos.
Hoy se cuenta como una crónica de Capote con samovares en los vagones por la estepa nevada. Era distinto. El hecho de un país que aún no identificaba a sus habitantes. El trámite de una cédula de ciudadanía y un pasaporte. Ya es un capítulo de la generosidad de Zapata Olivella llevando por el mundo a músicos y bailarines que nunca habían salido de la plaza de sus pueblos ni habían cambiado sus abarcas o sus driles y sus franelas amansalocos de macheteros.
Cuánta vida conmovedora en cada exploración de los científicos. Lo que alertó mi oído al borde del silencio fue cuando Abadía comenzó a hablar de un libro, entrañable. “Juglares en su patio” es un libro que además de continuar la espléndida huella de nuevo periodismo de Cepeda Samudio, Pinzón, García Márquez o Castro Caycedo, se acerca con respeto revelador a los motivos y la vida de unos músicos ejemplares.
El libro, escrito con Alberto Salcedo, no ha contado cómo nació y las discusiones creativas que lo precedieron.
Salcedo continuó el camino de un periodismo de envidiable calidad. Jorge, además de su consagración intelectual y política, sabía que era poeta. Aún se está en mora de leer los poemas de Monte Adentro, de discutir y compilar sus ensayos críticos. La descomunal selección de los textos periodísticos de Héctor Rojas Herazo, el prólogo deslumbrante por su agudeza y su ambición, publicados por EAFIT, universidad antioqueña, son memorables.
Esa noche sentí cuánta vida habita en la muerte de los virtuosos.
*Escritor
rburgosc@etb.net.co
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