No pasa un día sin que una noticia infortunada sobre las antenas de telefonía celular cause alarma –en la población, claro–, pero sin eco en el ánimo de las autoridades. Son varios los motivos que el gobierno central y los gobiernos territoriales descuidan, aunque dos, entre otros, son los que más preocupan a los ciudadanos conscientes del peligro que representan esos aparatos: la contaminación visual y el impacto ambiental y, dentro de éste último, los daños en la salud colectiva.
Es evidente que los servicios públicos prestados por particulares no han resultado tan maravillosos como cuando se vendió la idea de privatizarlos. Lo de las antenas es un ejemplo de la barbarie de nuestra sociedad de consumo, pues los concesionarios sacrifican todo a su conveniencia y ganancias, a sabiendas de que de su lado trasiega la indolencia de los funcionarios investidos con el poder de policía.
No es invento nuestro. La Corte Constitucional ordenó al Gobierno reglamentar la instalación de las benditas antenas con estricto cumplimiento de las previsiones que eviten los estragos de la radiación. La misma Corte señaló que las empresas de teléfonos móviles montan sus torres hasta sin permiso oficial, porque se aprovechan de que no hay marco normativo, ni requisitos para instalarlas, ni inspección o vigilancia sobre las emisiones, ni voluntad de que el servicio sea óptimo y sano.
Se le abona al doctor Jorge Pretelt Chaljub su participación como ponente de la sentencia que quiso proteger a un menor que presentó un cuadro de alteraciones nerviosas a causa de las radiaciones de una antena próxima a su casa, en el norte de Bogotá. Otra forma de satisfacción del ínclito magistrado con las tutelas que caen en sus manos. A pesar de la Corte, y de la sensibilidad del doctor Pretelt, los cables, los postes, las varillas y demás elementos, son inamovibles. Continúan contaminando y envenenando.
El ingeniero Jaime Rendón ha librado una batalla admirable para que las autoridades se sacudan, con tan mala fortuna que aquí, en Barrancabermeja y en El Espinal, los Slim y sus competidores han irrespetado la autoridad judicial. La tenacidad de Rendón se ha estrellado aún contra la inercia de los potenciales beneficiarios de su desvelo profesional, de sus alertas y de su ir y venir por los despachos públicos encargados de unos controles que no ejercen.
¿Cómo hacemos para no pensar que la plata manda? ¿Son esos los inversionistas que el Estado no grava, al destaparse los huecos fiscales, para que no se devuelvan con las millonadas que se ganan?
Sí, esos son. Los gravámenes se reservan para los tolondros que se aguantan la expansión de las ondas electromagnéticas.
*Columnista
carvibus@yahoo.es
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