Columna


Antonin Scalia

RODOLFO SEGOVIA

20 de febrero de 2016 12:00 AM

Se mancilla la Carta al caer en la trampa de las preferencias políticas, una lacra que tiene cojeando a las Cortes.

Ha muerto el brillante faro de la jurisprudencia democrática Antonin Scalia, magistrado de la Corte Suprema de los EE. UU. durante 30 años. Sostuvo a través de agudos fallos y disensos que la Constitución debe aplicarse estrictamente a partir de su redacción. Es la cartilla que define las reglas del juego para todos, todo el tiempo. Encontrarle esguinces es violarla.

La convicción de Scalia contrasta con el aventurismo judicial –pronunciado en Colombia- que lleva a interferir con los otros dos poderes del Estado, a legislar y a dar órdenes. La Constitución asigna a los jueces un rol modesto sobre lo pueden tratar y las instancias en que pueden interferir decisiones del ejecutivo o el legislativo. Ni el activismo ni el afán protagónico se compadecen con adherir a la Carta. El magistrado, funcionario no electo por el pueblo, no debe abrogarse nada. A la libertad la protege el equilibrio de poderes y su estricta separación.

Scalia aborreció el abuso de que los jueces se consideraren custodios de una Constitución viva y coleando, cuyo sentido puede cambiarse según su lectura de principios evolutivos. Se preguntó lo que también debe plantearse por estos lares: ¿quiénes son esos abogados que pretenden ser la autorizada consciencia de la nación? La ley suprema es exclusivamente la escrita. Los togados tienden a veces a excederse. Los jueces de la altas cortes, sostenía el fallecido magistrado, juran cumplir la Constitución y quiere decir respetarla como está escrita, con lógica y precisión, y con el respeto que merece la palabra en la ley (aún en la mal redactadita Constitución colombiana). La imaginación es para poetas y compositores.

Se mancilla la Carta al caer en la trampa de las preferencias políticas, una lacra que tiene cojeando a las Cortes. Pero la culpa es quizá de la Constitución misma que politiza de arranque a los magistrados, por la forma de elección y funciones extras. Don Sancho Jimeno, el héroe de Cartagena en 1697, piensa que se regresa a la época de los oidores de la benemérita Audiencia de Santa Fe, cuando judicial, ejecutivo y legislativo eran un solo sancocho.

La Constitución es la cartilla, no un ente vivo. No es insuflándole nociones novedosas y de conveniencia como se falla en derecho. Eso propicia el prurito de resolver casi sin consultar la Constitución y su significado. La originalidad no es atributo del derecho constitucional, las modificaciones a los textos debe refrendarlos el pueblo soberano. No es lícito hacerlo por sí y ante sí, aunque a veces el micrófono, trampa letal para magistrados que deberían pronunciarse sólo por sentencias, le empuje a hacerle venias a la galería.

Al estamento judicial colombiano le sentaría muy bien la humildad ante la Constitución y la de discreción ante la opinión que caracterizó a Antonin Scalia. Por ese camino y el de la lealtad sin piruetas a la Carta se recuperaría la majestad de la justicia. Buena falta que hace.

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