El Homo Sapiens, desde las oscuras cavernas hasta la conquista de las estrellas, está signado por un sin número de contradicciones espirituales, capaz de componer versos y sinfonías pero también de arrojar, sin miga de remordimiento, bombas atómicas sobre millones de inocentes o esclavizarlos el resto de sus vidas.
Cartagena de Indias, amalgama de esa doble contradicción humana, desde sus inicios, se aferró al agua bendita, al santísimo crucifijo de la evangelización, mientras se convertía en el centro de acopio más importante del continente en el abominable negocio de la esclavitud. A nuestra ciudad, entre 1595 y 1640, fueron traídos más de ciento cincuenta mil africanos capturados en Guinea, Senegal y Sierra Leona. Hombres, mujeres y niños hasta ese momento libres, fueron subastados y adquiridos por mayoristas, en la Plaza del Esclavo, hoy Plaza de los Coches, junto a ovejas, caballos y asnos, para luego ser revendidos, al detal, entre hacendados y empresarios de todos los pelambres.
En la Cartagena de hoy, una bandada de niños y niñas de familias sumidas en la miseria, aún con sus dientecitos de leche a medio brotar, son ahora subastados en bares y esquinas, al peor postor, llevados casi siempre de la mano de sus progenitores o por traficantes sin Dios ni ley. Muchachitos a quienes se les enseña a no llorar, a no soñar, a olvidarse de los pupitres, de las muñequitas de trapo, de los trompos, de los barriletes, y son entregados a turistas como un suvenir de sus aventuras pornográficas.
¡Qué dolor en el alma de una sociedad cómplice e indiferente! Nuevos esclavos que no tendrán mañana pues nadie los rescatará de las braguetas sucias y envenenadas que pulverizan sus derechos y sus cuerpecitos de cartón.
A juzgar por los nulos resultados, este cruel, pútrido y lucrativo negocio se torna invisible a los ojos de nuestras autoridades legítimamente constituidas, quienes se limitan a lavarse las manos o a mirar en dirección contraria. Todos saben, sin embargo, cuántos y quiénes son, donde están sus guaridas, pero nadie se atreve a molestarlos.
Este bazar de seres indefensos se nutre de la pobreza extrema, de la ausencia de oportunidades dignas, de la educación de cinco centavos, del desplazamiento forzado, del saqueo de los recursos públicos, de la inoperancia y paquidermia de la justicia colombiana.
A los niños sobrevivientes de semejante holocausto, con toda certeza les va peor que a los esclavos africanos pues no tienen chance de rebelión. Rápidamente engrosarán las filas de la delincuencia y el microtráfico, del suicidio y los embarazos no deseados, de la depresión y el sicariato, de la drogadicción y el manicomio de los enclenques. Cartageneros de nacimiento o por adopción que solo viven el hoy, que aprendieron a odiar sin remedio, importándoles un bledo los paroxismos del código penal o el cruel hacinamiento penitenciario.
A esos jovencitos, graduados anticipadamente en la universidad de la desesperanza, a falta de justicia social, solo les queda aferrarse a los milagros.
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