Columna


Aquellas mujeres

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ PACHECO

23 de septiembre de 2017 12:00 AM

Siempre hubo mujeres poblando atardeceres entre dorados y rojos. Todos los días, a las tres de la tarde, escandalizábamos las calles con nuestras correrías, mientras en las terrazas estaban aquellas mujeres rayando el coco para el arroz de la cena.

Los niños y los adolescentes habíamos llegado en el transcurso del mediodía, hediondos al marisco revuelto de las aulas, chorreando desde el pelo el tufo del sol impiadoso y omnipresente hasta en los uniformes manchados con rayones de tinta, carburo y chucherías de los kioscos escolares, en tanto que el humo de los buses y el apretujamiento entre latas y maderas hacían lo propio.

Una sopa humeante, rodeada de huesos y productos de la tierra, aparecía de pronto en la mesa. Pero el momento emocionante era el de las tres de la tarde cuando aquellas mujeres --manos tersas, manos longevas-- descolgaban el rallador (“el rayo”, le decían), rompían el coco contra el suelo, nos ofrecían el agua que estallaba desde la golpiza y se sentaban en la terraza a conversar dejando que sus dedos, expertos y acostumbrados a la faena vespertina, convirtieran en tronquitos lo que antes fueron fragmentos del fruto de las palmeras. Y esos tronquitos, a su vez, nos los ofrecían en la cáscara del coco, lo mismo que el afrecho salpicado con azúcar y todavía aceitoso, pese al agua que le añadían para que, desde el rallador, lloviera la leche milagrosa que se anidaba en el caldero.

A las pocos minutos, las calles se impregnaban del aroma del arroz, la carne guisada y el pescado frito, las tajadas de plátano amarillo o el plátano en tentación, que hacían las veces de postre, lo mismo que el platanito que se le compraba a las palenqueras, al parecer, siempre inalterables ante los embates del solazo y el pavimento cotidianos.

A las cinco de la tarde se suspendían los juegos. A las cinco de la tarde se quedaban solos los televisores y las radionovelas, porque era la hora de la cena. En la noche cenaba el padre, que salía desde por la mañana a merecer salarios para que aquellas mujeres solo tuvieran que preocuparse por rayar el coco y para que nuestra cena estuviera lista a las cinco de la tarde.

Pero nunca supimos en qué momento otras mujeres salieron de la casa a competir por la vida. No supimos cuándo el rallador quedó colgado y apabullado por el ruido de la licuadora y el facilismo de la botella de manteca. No supimos en qué momento la comida rápida --la baratija venenosa-- reemplazó la cena de las cinco de la tarde. Y tampoco supimos en qué momento el papá quedó cenando solo, en un sillón de la sala y viendo el telenoticiero con sus amarillentas noticias a las siete de la noche

ralvarez@eluniversal.com.co

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